2. Melibeo

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—Se te ha caído el bombón que te envolvía, papel.

¿Qué dice el tarado este? ¿De dónde se ha escapado? ¿Y por qué demonios ha aterrizado en mi huerto, justo sobre mis nabos? Encima no puedo fijarme bien en él porque, al oír la alarma, he salido tan escopetado de casa que me he dejado las gafas dentro y ahora lo veo todo borroso. Sólo distingo una mata de pelo rosa y no sé si esta persona es un adolescente haciéndose el gracioso, un chico de mi edad que se ha chutado alguna sustancia psicotrópica o un señor de sesenta años que ha entrado a robar.

—¿Eres real? —me pregunta el tontaina sin levantarse de mis nabos, imagino que mirándome. Sin embargo, por su voz, puedo adivinar que se trata de un chico joven—. Tanta perfección en un ser humano me descoloca. Quizá seas un espejismo, producto de mi desesperación por encontrar a mi muso... O al amor de mi vida. —Se arrodilla ante mí y creo ver que está juntando las manos, como si tuviera delante a algún santo—. Si me entregas tu galardón, prometo hacerte feliz por el resto de tus días.

Joder, me cuesta entender las palabras de este tipo, y no es por culpa de la alarma, sino por el idioma tan incomprensible con el que se está comunicando conmigo: el taradés.

Respiro hondo, porque este ser está consiguiendo ponerme de los nervios, y me veo en la obligación de echarlo de mi huerto pero ya.

—Ya me has hartado, Jigglypuff —le espeto, y arranco uno de los nabos plantados, porque es el arma más cercana que tengo, para aporrear a este energúmeno—. ¿No querías un galardón? ¡Pues toma tu galardón, puto loco!

Es que ni siquiera sé a qué se refiere con lo del «galardón».

El tarado me suplica, con dramatismo y entre quejidos de dolor, que deje de apalearlo con «mi precioso nabo», porque le estoy «rompiendo el corazón con este acto de violencia».

Unas sirenas suenan a lo lejos, lo que me confirma que los coches de la policía se dirigen hacia mi casa para comprobar que todo está en orden, ya que mis padres se encuentran de viaje por motivos de trabajo y se habrán llevado un buen susto en cuanto se han enterado (seguro que estarán llamándome como unos posesos, pero el móvil me lo he dejado dentro).

—¡¿Oyes eso?! —le grito al chico mientras sigo golpeándolo con la hortaliza, creo que en el hombro, puesto que no veo una mierda—. Los maderos vienen hacia aquí porque se pensarán que ha entrado un ladrón; todavía estás a tiempo de irte sin que te descubran.

Además, se nota un montón que se ha colado por error en mi casa y que no se halla en posesión de sus facultades mentales. A saber lo que se habrá metido por la nariz o las venas.

El panoli parece que se asusta por lo que le pueda suceder al cometer el acto de ilegalidad de entrar en una propiedad privada, porque se levanta de mi parcela como si se hubiera quemado el trasero, con uno de mis nabos en la mano, y echa a correr hacia el paredón que protege mis tierras del exterior para esfumarse con ayuda de una de las enredaderas. Una vez que llega a la cumbre del muro, antes de saltar hacia la calle, suelta:

Calisto y MelibeoWhere stories live. Discover now