32. Melibeo

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El sonido de mi teléfono interrumpe nuestro momento de manoseos y besos antes de que nos pongamos a tope con el turrón

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El sonido de mi teléfono interrumpe nuestro momento de manoseos y besos antes de que nos pongamos a tope con el turrón.

Calisto, tumbado sobre mí mientras me devora el cuello, suelta un quejido y yo maldigo para mis adentros, porque debería haber lanzado el dichoso móvil por la ventana para que nadie nos molestase. Pero, si hubiera hecho eso, les habría arruinado la cena de Nochebuena a mis padres, al no dar señales de vida, y se presentarían en casa en un santiamén por si me he muerto. Encima, nos pillarían al Furby y a mí en plena acción y descubrirían que me he inventado que estoy enfermo para escaquearme de la reunión familiar.

Madre mía, menudo dramón me he montado en mi mente en los segundos en los que la melodía ha estado sonando, y Calisto, aguardando a que se detuviera para poder concentrarse y continuar tatuándome un pedazo de chupetón en el cuello.

Sin embargo, cuando la llamada cesa, al milisegundo vuelve a sonar la musiquita.

Todos los días vivo con ese aparato en silencio, ¿por qué he tenido que ponerle el sonido si pertenezco a la generación Z y nunca atiendo las llamadas?

—Quítate de encima, porfa —le pido al Furby sintiéndolo en el alma—, que tengo que responderles a mis padres.

—Jolín. —Hace lo que le digo y me incorporo sobre el sofá.

—Procuraré no tardar —le prometo, y cojo el móvil de la mesita de centro para descubrir que mis progenitores quieren que les acepte una videollamada—. ¡Mierda!

Si me ven a través de la pantalla con estas pintas de no enfermo, tendré que empezar a rezar para que no me decapiten cuando regresen pasado mañana.

—¿Qué te pasa, Meli? —quiere saber Calisto, que se halla de pie, mirándome.

Me vuelvo a tumbar en el sofá y me revuelvo el pelo aún más de lo que ya lo tengo, para parecer que he estado toda la noche durmiendo.

—Pásame la manta blanca que hay en el otro sofá y lánzame un puñado de servilletas arrugadas. No preguntes; sólo corre.

El Furby me obedece, descojonándose de risa; yo, rodeado de bolas de papel arrugadas, simulando que son pañuelos bañados en mocos, me tapo con la manta hasta la barbilla y le ordeno a mi acompañante que se mantenga callado y que ni se le ocurra asomarse a la cámara del teléfono.

Y es entonces cuando acepto la videollamada.

Me encanta que la señal de internet de ese pueblo fantasmagórico se haya arreglado por arte de magia sólo para que las personas que me trajeron al mundo se comuniquen conmigo.

—¡Cariño! —exclama mi madre al verme; a su lado se encuentra mi padre y, de fondo, se oye jaleo.

Yo intento poner cara de enfermo terminal y finjo tres toses. A Calisto se le escapa una risita desde el otro sofá y yo le dedico una mirada de asesino en serie. Después, vuelvo a centrarme en la pantalla.

Calisto y MelibeoWhere stories live. Discover now