—¿Cuándo?

—¿Por qué no haces nada? ¿Por qué no me defiendes? ¡Es tu maldito trabajo! ¡Es tu trabajo!

Me arrojó un plato y tuve que agacharme para que no me rompiese la nariz. Se estrelló contra la pared y sentí un pedazo rozarme el brazo.

—¡Estás demente!

—¡Haz algo, joder!

—¿Sobre qué, maldita sea?

—¡Defiéndeme, zorra! ¡Yo no puedo!

Le dolía el corazón: lo sabía por su voz. Cada palabra la pronunciaba con más sufrimiento que la anterior, como si yo lo hubiese atado a una columna y no pudiera siquiera cerrar los puños, pero estaba libre, ahí parado, en medio de la sala, cerca de la puerta, por si yo me acercaba y él tenía que refugiarse.

—No pienso limpiar eso —le dije, señalando los añicos en el suelo de la cocina.

Eskander jadeó.

—No vas a obligarme.

—Lo harás cuando se te pase la crisis. Si te refieres a cuando éramos niños, no podía defenderte de nadie. Era una niña. Y también se metían conmigo por ser china. Si te hubiese defendido, habrías acabado conmigo en el contenedor de basura.

A las dos y media de la mañana, me dolían los tobillos de estar de pie. Pero con tal de estar con él en la puerta, podía soportarlo.

No sabía exactamente qué sentía, pero estaba segura de que no era culpa. No podía sentirme culpable por haber encontrado a alguien con quien sí podía sostener una conversación, sin insultos ni gritos, que parecía interesarse en mi opinión.

No se lo había contado a Eskander, desde luego, porque me llamaría cosas peores. Tampoco a él le había hablado de Eskander. No sabía cómo explicarle que estaba casada por conveniencia con un tipo que desvariaba, porque bien me aconsejaría divorciarme o se alejaría de mí. Y por mucha ansiedad que me provocara la presencia de Eskander, no podía dejarlo. No sobreviviría.

El húmedo calor se había interpuesto entre los dos. Podíamos hablar de cualquier cosa, o de nada, y me haría sentir cómoda. Él tenía los ojos verdes, y el cabello castaño, y era alto. La diferencia entre Eskander y él era que Eskander decía quererme pero él me hacía sentir querida. Y no era lo mismo.

Solo habíamos salido dos veces, porque me acompañaba a casa. Una amiga nos presentó, pero no comenzamos a hablar hasta que me rescató de ahogarme en mi propio vómito en la parte de atrás del bar. Me llevó a su casa, porque vivía justo en el piso encima del nuestro. Nunca me dijo haber escuchado los gritos ni los platos rotos, así que opté por callármelo. No había forma de que supiera que éramos nosotros. Además, yo le diría que vivía con mi hermano esquizofrénico.

No era lo más justo, pero sí lógico.

Sabía que yo le gustaba, aunque no habíamos dicho nada aún. De hecho, él se iba temprano a casa y me pedía que no bebiese tanto, y se lo prometía, pero la idea de tener que ver a Eskander a los ojos me ponía tan nerviosa que no podía evitarlo. Sin el alcohol, no sería capaz de dormirme a su lado sin pelearnos.

Estaba cansada de pelear. Estaba cansada de sus pesadillas, y de sus insultos, y de cómo me agarraba cuando quería que le hiciera caso. Estaba harta de que me exigiera que lo quisiera, porque ya lo había intentado y no podía.

No era capaz de amarle. Quería, pero no podía. No podía enamorarme de él a la fuerza. Aunque me repitiese mentalmente que le quería, o que él me gustaba, luego lo miraba a los ojos y me inundaban las ganas de llorar porque ya no era lo mismo.

Eskander #1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora