Moon

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Sentía un nudo en el estómago cada vez que llegaba a casa. Eskander me lo causaba. Su rostro perfecto cada vez se volvía más repugnante, y perturbador, y por su culpa me dolían las articulaciones, y se me iba el aire, y la ansiedad llegaba a ser insoportable.

Hacía una semana que tomaba pastillas para dormir. Me había prometido que no las usaría más, pero era incapaz de cumplir su propia palabra. Y yo, acurrucada a su lado, fingía no oírlo resoplar, y sentir que se giraba, y soplaba, y temblaba. No podía ayudarle. No quería que lo ayudase.

—Deberías dejar de ver películas de terror —le dije una vez, de espaldas a él en la cama.

—No me asustan —replicó, seco.

—Claro. Dibujos animados serían más apropiados para ti.

—No soy un niño.

—Escribes como uno. Piensas como uno.

—Hija de puta.

—Imbécil.

No podía explicarle todo lo que estaba mal.

Él estaba mal. Me seguiría insultando y yo no sabía callarme, aunque mi pequeña conciencia me recordase que lo intentase. Estaba cansada de callarme. Y él parecía saber qué puntos tocar para que yo explotase, y hacerlo a propósito.

Yo le gritaba, y él rompía platos, y yo lloraba, y Eskander daba un portazo. No le gustaban mis amigas, ni mi música, ni el alcohol, ni los programas que yo amaba ver, ni mi ropa. Tachaba a todos los hombres que se me acercaban de monstruos, y violadores, y asesinos. Veía sombras que nos seguían y decirle que estaba paranoico solo lo enojaba más.

Pero estaba todo en su cabeza.

Se asomaba a la ventana y observaba a los que cruzaban la calle. Murmuraba para sí en rumano, y cruzaba las manos sobre el pecho, y no podía evitar preguntarle a qué demonio estaba invocando.

—Me han traicionado —me dijo aquella noche, mientras yo agarraba mi bolso del sofá de la entrada—. Me quieren matar.

—¿Quién?

—Gigi.

Lo miré bajo las cejas.

—No sé quién es.

—Ellos. El diablo. Y todos los que están ahí —repitió, señalando con la barbilla hacia la calle, en un intento de disimular su miedo—. Mis amigos me han traicionado.

—No has tenido amigos nunca, Eskandy.

—Son unos traidores.

Suspiré.

—Nadie te conoce —le recordé—. Nadie te busca. Llamas la atención porque no pareces humano, no porque quieran matarte.

Me preguntó si regresaría temprano, pero no lo sabía. Aunque no quería tener resaca un lunes por la mañana, dependía de lo despreocupada que me sintiera una vez en el club.

Era abril. Hacía calor incluso de noche. Las calles daban miedo. Y solo a veces, la paranoia de Eskander se enredaba en mis pensamientos y echaba la vista atrás por si alguien me seguía. Pero solo eran imaginaciones de él, de su mente corrompida, de su locura.

No lo admitiría nunca, porque él no lo creía, pero estaba loco. Estaba perdiendo la poca cordura que pensé que tenía cuando vino a buscarme. Ya lo encontraba hablando solo, agarrándose el cabello y aferrándose a las puertas del armario como si le faltase fuerza para mantenerse de pie.

—¿Qué dices? —le pregunté una noche, antes de irme, porque lo vi repitiendo una y otra vez la misma frase en rumano que no conseguía descifrar.

—¿Por qué no hiciste nada? —soltó, y se me hundió el corazón entre las costillas al oír que se le rasgaba la voz.

Eskander #1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora