Mi secreto

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Por JCAJose

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Por JCAJose

Hola, me llamo Hugo y tengo diecisiete años. Me considero un joven adolescente como todos los demás, con una familia humilde y unida y los problemas típicos de un chaval de mi edad; sin embargo, sí que tengo un pequeño secreto que según mi madre, o la Reina María, como yo la llamo en ocasiones, debo conservar. En verdad, no es un gran secreto, de hecho mucha gente, en particular de mi familia, lo conoce, pero al parecer, lo que lo hace realmente especial, es que sea mi secreto.

Desde que tengo uso de conciencia, me levanto cada mañana intentando descubrir cuál es la aventura que me tocará afrontar durante el día. En ocasiones se tratará de un enorme dragón escupe fuego que pretenderá destruir todo un poblado medieval; en otras, será una princesa encarcelada que espera la llegada de su salvador en las mazmorras de un ejército de repelentes ogros; y otras veces, habrá que descubrir un valioso tesoro enterrado bajo tierra desde hace milenios. En cualquier caso, yo siempre debo estar ahí para hacer frente a cualquier adversidad, y lograr conseguir cada misión que se me proponga.

Una de las más importantes aventuras que tuve fue cuando apenas tenía ocho años, en el momento en que nos despedíamos de la Abuela-Emperadora. Ella nos decía adiós con la mano desde la enorme puerta de madera de su gigantesco castillo, una fortaleza inexpugnable para los extraños, de tres plantas de altura y con unos preciosos jardines en su interior; al mismo tiempo, nosotros cargábamos el barco con nuestros equipajes, preparados para adentrarnos en el desconocido y vasto mar rumbo a nuestro hogar.

—¿Cuánto tardaremos, mi capitán? —pregunté a mi padre, también apodado "El Rey" o Julio según la ocasión.

Ya estábamos preparados: junto a El Rey, iba La Reina; y sentada a mi lado, La Princesa, Bella.

—Dos horitas más o menos.

El trayecto, que en general apenas solía dar complicaciones, ya lo conocíamos, una ruta marítima establecida entre un pequeño pueblo pesquero de Córdoba y la gran capital de los mares, Sevilla, donde se encontraba nuestra morada, un magnífico palacio de habitaciones realmente acogedoras. Una vez todo instalado en el interior del barco, comenzamos a navegar saliendo lentamente del puerto. Cruzábamos otras embarcaciones, algunas más chicas, otras mucho más grandes y robustas. A veces, éramos acompañados por simpáticos delfines que nos perseguían mientras saltaban alegres a nuestro lado, aun en el interior del muelle, y la gente que conocíamos nos saludaba desde las ventanas o las puertas de sus castillos. A mí, sin embargo, me entristecía un poco dejar aquel lugar, al que consideraba mi verdadero hogar y en el que tan buenos momentos había pasado desde mi niñez. Un pueblo mágico rodeado de naturaleza y misterios en cada uno de sus rincones que sin lugar a dudas podré describiros en otras ocasiones.

Poco a poco nos acercábamos hacia la salida del puerto para incorporarnos directamente en la gran corriente creada por la ruta marítima en dirección a Sevilla, donde nos esperarían nuestros quehaceres habituales de una vida de palacio; al entrar en ella, la embarcación aumentó su velocidad poco a poco, hasta mantenerla más o menos estable al cabo de unos segundos, lo que El Rey llamaba velocidad de crucero. El cielo, que ya había amanecido bastante nublado, se estaba encapotando algo más densamente que lo esperado. Iba a llover y, según las previsiones de nuestro capitán, lo haría con bastante intensidad. Aunque aquella amenaza no alteraba en nada a Julio, quien ya había navegado en circunstancias parecidas e incluso peores.

Antología: Érase una vez una estrellaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora