La canasta

74 10 4
                                    

Por: NataliaEscritoraEc

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

Por: NataliaEscritoraEc

Novelista ecuatoriana disfrutando el final de sus 20's. Escribo y respiro romance.
En medio del mundo de adultos mi corazón vuelve por el 2000 y se entusiasma con Sakura Card Captors y Pokémon.
Cuando no estoy contando historias disfruto de dramas coreanos y el té de frutos rojos.

Sobre el relato:

Miguel Ángel es muy dedicado, se esfuerza día a día junto a su pequeño y tierno compañero, para reunir dinero y sobrellevar los gastos en casa.
Un día su mundo se ve desajustado por un quiebre en su salud, mientras decide recoger las esperanzas rotas, encontrará una nueva luz en el camino.


*

La rutina no cambiaba mucho entre un día y otro.

Miguel Ángel solía despertar temprano en la mañana, ponía los dos pies en el piso de cemento y se abría camino para asearse; luego se ponía uno de sus dos pantalones jeans, una de sus cuatro camisas de hilo, sino una camiseta de algodón de las ocho que guardaba en el cajón, y uno de sus tres pares de zapatos deportivos negros. La gorra azul y el chaleco reflectivo naranja los dejaba al final para ponérselos antes de salir de casa.

Cruzaba el pasillo entre paredes de ladrillos sin enlucir y a su lado, una pequeña compañía lo seguía hasta la cocina. Buscaba su taza de café con azúcar y calentaba agua en una ollita vieja.

Una vez sentado en la silla de plástico de su comedor del mismo material, a su lado, el pequeño en otra silla se trepaba como podía a esperar su parte del desayuno.

De pelo negro corto y ojos tristones, no decía nada, era muy temprano para hacer bulla, además ya sabía que en unos instantes su papá le daría pan y queso, a veces con una tortilla de huevo.

Miguel Ángel compartía todo con el pequeño, que era, aparte de su hijo, su mejor amigo.

«Si compartes te llenas más», solía aconsejar a su compañerito.

Comía en silencio, luego papá le daba agua hervida —que hacía en la noche— porque no era de su agrado el café.

Cruzaban la sala que consistía en dos sillitas de madera, se colocaba el chaleco, la gorra y tomaba la canasta de mimbre que descansaba cada noche cerca de la puerta, y se iban tras dejar trancado el cerco de caña para protegerse de los ladrones.

Menos mal la calle estaba adoquinada, no como hacía tres años que aún era solo tierra, y durante los inviernos lluviosos era un dolor de cabeza transitar por ahí.

Tres cuadras después estaba la vía principal. No esperaban transporte alguno, Miguel Ángel prefería caminar con el pequeño porque uno: el transporte diario era un gasto doloroso para su corta economía; dos: no estaba tan lejos el lugar de trabajo.

Antología: Érase una vez una estrellaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora