Por unos días Miguel Ángel mejoró visiblemente, a pesar de tener tos con flema residual.

Una madrugada no pudo dormir. Aquella tos no se iba. Hasta despertó al pequeño.

Intentó apaciguarse con agua caliente y otro analgésico.

Nada.

Le agarró el amanecer y decidió empezar el día de todos modos.

Pasó con fiebre el día entero, entre bajas y altas temperaturas.

En la noche intentó de nuevo conciliar el sueño, pero la insistente tos no se lo permitía. La fiebre no se iba tampoco.

Intentó con pañuelos mojados en la frente y así pudo cerrar los ojos un par de horas. El pequeño intuía que papá no estaba bien, y no se le ocurría más que estar junto a él en todo momento.

Al amanecer ambos salieron a trabajar como de costumbre, pero al medio día papá cayó rendido al lado del pequeño en la vereda, y no como otras veces que lo hacía para descansar un poco y luego continuar; esta vez estaba pálido, indefenso, sin fuerzas.

«No me siento muy bien, tendremos que volver a casa, pequeño, pero tranquilo, te compraré algo para que almuerces. Yo no quiero nada porque no tengo apetito», aseguró.

Compró empanadas de pollo que llevó a casa para servir a su acompañante. Luego de eso se tumbó en cama.

Fiebre, tos con espesas flemas, garganta irritada. Miguel Ángel no pudo levantarse más ese día.

Entendió que debía guardar reposo, así que se quedaría en casa el día siguiente también.

«Solo un día, pequeño, después iremos a trabajar de nuevo», explicó con ronca voz desde su lecho.

Se levantaba apenas para ir al sanitario y preparar comida a su conviviente. Los músculos del abdomen le dolían y hacía gran esfuerzo en aquellas labores cotidianas, pero sabía que eran parte de su deber, que no podía dejar de cumplirlas.

Al segundo día se sintió peor, así que fue al centro médico estatal por su cuenta, donde sabía que la atención era gratuita. No quiso que el pequeño estuviera en ese lugar donde se exponía a tantas enfermedades. Allá, había que registrarse para que lo atendieran. Casi moribundo, una enfermera lo ayudó con el trámite, le dio su turno y esperó.

Le dieron medicinas que tenían disponibles en el lugar y le pidieron exámenes.

En otro centro de salud de la ciudad aquellos exámenes no requerían pago, así que ese mismo día fue para allá.

Los resultados los obtendría al día siguiente.

Regresó a casa con sus últimas fuerzas y sin falta, el pequeño a su lado.

Sintió un poco de mejoría en su estado al despertar con otro sol, sirvió comida, comió casi nada por su parte y salió a ver los exámenes con un ánimo medianamente reavivado.

Tenía bronconeumonía.

El tratamiento era increíblemente caro, así que por lo pronto compraría una parte de lo recetado.

Siguió postrado en cama.

Pronto se cumplirían cinco días sin haber ido a trabajar.

Al sexto amanecer y con pocas fuerzas, Miguel Ángel preparó otro desayuno sencillo para el pequeño y él mismo, y volvió a la cama con tos y fiebre. Cada día era más difícil respirar...

El pequeño deambulando por la casa, en medio del desconsuelo que significaba ver a papá indispuesto, encontró la canasta cerca de la puerta como siempre, vacía, sola...

Antología: Érase una vez una estrellaWhere stories live. Discover now