En medio del tráfico diario de personas y carros, iban a paso corto y tranquilo por las cinco cuadras que debían pasar. Pensaba el hombre cuánto había crecido la ciudad, contaba cuarenta y cinco y años ya, y definitivamente no era el pueblo chiquito que recordaba cuando era un niño.

Al pie de una empresa pública llegaban y se iban carros a cada rato. Miguel Ángel se encargaba de cuidarlos. El municipio de Manta* lo había designado como guardia de aquella zona.

El pequeño se sentaba en la vereda, a las afueras del asadero de pollos que se encontraba cerca, como tantos otros negocios que aprovechaban el tránsito de personas que generaba aquella empresa. Papá le dejaba la canasta de mimbre con arco a sus pies para ir depositando las propinas que los dueños de autos le daban cada vez que se marchaban. Sin embargo, un día de fuerte viento, y cansado de enderezar la canasta que se viraba a cada rato, el pequeño la dejó guindando en su boca. Miguel Ángel sonrió ante la gracia.

A veces, las personas un poco confundidas depositaban una que otra moneda, pensando que el pequeño pedía caridad en silencio. Miguel Ángel al darse cuenta intentó devolverlas durante las primeras ocasiones, pero al fallar en el intento y ver el dinero en su mano, pensando en las necesidades crecientes del hogar, decidió quedárselas.

«Cuando depositen las monedas, da la mano como acción de gracias o levántate. No sabemos si muchas de estas monedas son lo único que tienen, es lo menos que podemos hacer. Mira, así», le dio la mano y el pequeño ofreció la suya para estrecharla. «Y así», con un gesto de las manos, lo impulsó a levantarse y este así lo hizo.

En días de intenso calor, Miguel Ángel le mojaba la cabeza. En días de frío lo abrigaba con una camiseta de algodón de su armario.

Un día el pequeño enfermó. Esas cuestiones del estómago que ponen mal a cualquiera. Ocurrió durante en la noche.

No contaba con dinero suficiente para un médico, así que Miguel Ángel esperaba que en la farmacia le dieran una solución.

Le dio la medicina al pequeño y al día siguiente amaneció cabizbajo, seguía mal. Papá tomó café y salió a trabajar como cada mañana, mientras el pequeño quedó solo en casa, un poco desolado, procurando dormir.

Miguel Ángel volvió a casa durante el almuerzo para darle otra dosis de medicina para niños, y un poquito de arroz con pollo; le acarició la carita y tras un beso sobre la coronilla salió de nuevo con la canasta de mimbre, rumbo al estacionamiento.

Trabajó horas extras hasta las nueve de la noche en una zona de comidas rápidas de la ciudad. Con eso pudo comprar tostadas para el desayuno, naranjas para hacer jugo y más medicina para el pequeño.

Al tercer día el pequeño se sintió mejor, sin embargo, Miguel Ángel empezó a sentir malestar por un resfriado.

Usualmente, ni estando enfermo, el hombre dejaba de trabajar, solo cuando el dolor era mucho más fuerte se quedaba en casa, pero apenas un día, porque dos era darse un lujo.

Compró una que otra pastilla para calmar sus quejas, y así pasó casi una semana sin faltar un día al estacionamiento. Se consideraba fuerte de espíritu y no estaba dispuesto a dejarse derrumbar.

Ya se acercaba la época navideña de aquel año 2016, Miguel Ángel tendría más trabajo que nunca, no solo en el estacionamiento sino también en otras zonas de la ciudad en la noche. Eso sí, no más de las diez, porque el pequeño se agotaba.

Almorzaban en el asadero de pollos sino en un restaurante de comida criolla y barata que tenían cerca. La merienda era en casa, pero en esa época buscaban comida en algún lugar asequible al bolsillo, igualmente.

Antología: Érase una vez una estrellaΌπου ζουν οι ιστορίες. Ανακάλυψε τώρα