Epílogo

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Durante la fiesta que se llevaba a cabo en el Capitolio, el joven decidió alejarse a tomar aire fresco, justo después de que su compañera fuese apartada de él durante un baile.

Respiró hondo, aunque el aroma no era tan agradable: el humo de autos, tabaco e incluso productos químicos de belleza, típicos de aquella inmensa ciudad. Sin embargo, a pesar de todo, necesitaba un tiempo para sí mismo, para analizar todo lo que estaba pasando en su vida y, sobretodo, lo que podría pasarle.

En eso, se acercó una mujer a su izquierda. No supo quien era, pues no volteó a verla.

-Es una bonita vista, ¿No crees? -la mujer apoyó su codo en la baranda y en su mano tenía apoyado el rostro.

-Umm, eso creo. -contestó el rubio.

-Al principio la odié. -Confesó-. Pero luego me acostumbré. Creo que es lo único hermoso de este lugar.

El joven, que todavía tenía la mirada fija en la ciudad, asintió porque era justo lo que había pensado.

-No te felicitare. -dijo la señora después de unos minutos.

-¿Qué? -volteó a verla y notó que era una señora mayor, de unos sesenta y tantos. Su cabello canoso que notaba no trataba de ocultar.

-Que no te felicitare por ganar los juegos. -Sonríe-. A mi nunca me gustó que me felicitaran, solo me traía malos recuerdos de la arena.

Y, como nunca quiso ni ha querido, imágenes de los Juegos del Hambre empezaron a recorrer su vieja mente. Lo recordaba todo como si hubiese sido ayer y deseaba nunca hacerlo. Después de tantos años, su conciencia todavía la atormentaba con aquellas vidas que tomó salvajemente.

A veces, en sus peores días, pensó en el suicidio. Lo que era casi todos los días de su vida. Pero salió adelante, por su familia.

-Umm, gracias. -Contestó, dudoso-. Si, es fuerte estar en la arena.

-Sobre todo cuando has matado a alguien. -El joven notó que la mujer se estremeció.

-Si, la entiendo. -Sólo había matado a alguien, y todo fue por su inocencia. Estaba agradecido que ya todo eso se había acabado, pero las pesadillas serán para siempre.

Duraron callados por un largo rato. Cada cierto tiempo, el rubio volteaba a ver a la señora de piel trigueña y ésta tenía los ojos cerrados, escuchando detalladamente cada ruido del exterior.

-Háblame de la chica. -Abrió los ojos y volteó a verlo-. ¿De verdad la amas?

-Si, con todo mi ser... señora.

-Ya veo. -sonrió ampliamente-. Los trágicos amantes. Debió ser duro estar con ella en los juegos, pensar que volverías sin ella... -de pronto sintió un dé javù con eso último -. Dime, ¿Ella te ama a ti?

Después de unos segundos de vacilación contestó firmemente:

-Si. -volvió a pensar unos segundos lo que diría-. Sólo... Yo solo quiero protegerla. Siento que debo protegerla.

La mujer rió y negó con una sonrisa.

-Me recuerdas tanto un chico que conocí en mi vida, cuando era joven. Él...

Su voz fue ahogada, y se percató que estaba sollozando en silencio. Decidió no hablar más de eso. Siempre que lo intentaba terminaba igual. No importaba cuántas décadas había pasado. Intentó incorporarse nuevamente, pensando que aquél joven se sintiera incómodo.

-Como lo odio. -Dijo amargamente-. A él, todo esto... Yo... Peeta... -Desvió su mirada al muchacho, que, para su suerte, todavía permanecía allí. Peeta no se sorprendió de que aquella mujer conociera su nombre-. Tienes que cuidarla. Prometeme que la cuidaras.

-Se lo prometo.

-Oh, cómo quisiera... Pero no puedo. Me siento tan impotente. -Peeta no entendía las cosas que balbuceaba la mujer -. Mags si puede... Desearía siquiera verlo...

-¿Mags?

-Oh, oh, ¿Por qué? -calló por unos instantes -. Estoy enferma, Peeta. No me queda mucho tiempo. No estare para los siguientes juegos... Se viene el vasallaje... Yo, oh, como quiero participar. Pero ya estaré muerta para entonces.

Peeta seguía confundido, no entendía absolutamente nada de lo que decía.

-No comprendo lo que...

-¡Ella es la esperanza! -le interrumpe -. Por eso la tienes que cuidar. Es la chispa, la llama... Nuestro Sinsajo. -Lo último lo dijo en susurro y con desesperación - ¡Todos deseamos que esto se acabe!

El muchacho se disponía a invadirla de preguntas, pero se vio interrumpido nuevamente.

-Nunca tuvimos esta conversación. ¿Entiendes? Ni siquiera puedes comentarselo a Haymitch. Las paredes tienen oídos. ¡Juramelo! -lo zarandeó por los hombros.

-Lo juro.

-Bien.

La mujer lo soltó y se dispuso a irse cuando a mitad de camino, el joven la llamó.

-¡Oiga! ¿Quién es usted? ¿Cómo se llama?

Volteó en seco y esbozó una sonrisa.

-Amanda. Amanda Brown. Distrito 11. -Hizo una reverencia y luego se retiró.

Distrito 11: el primer Vasallaje de los 25.Where stories live. Discover now