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Cuando abro los ojos la mañana siguiente, todavía es temprano. Una luz grisácea se cuela entre las cortinas, pero aún no ha amanecido.

Y el espacio que hay junto a mí está vacío. Estoy sola.

Durante un terrible e irracional momento pienso que todo ha sido un sueño.

Que Jimin viniera a Busan, nuestra reconciliación, sólo un delirio muy real como consecuencia de ver demasiadas series de televisión y leer novelas románticas de Julie Garwood.

Pero entonces veo la nota que ha dejado sobre la mesita:

«No te asustes. He bajado a por café y algo para desayunar. Vuelvo enseguida. Quédate en la cama.»

Me doy media vuelta aliviada y cierro los ojos. Por experiencia ya sé que, si me levanto demasiado rápido, las náuseas me asaltan con intensidad. Ya no me molestan tanto. Está claro que a nadie le gusta pasarse el día vaciando el contenido de su estómago pero, por extraño que parezca, resulta tranquilizador.

Como si fuera la forma que tiene mi cuerpo de decirme que todo va bien, que todo está en su sitio.

Diez minutos más tarde, me levanto despacio y me pongo la bata. Luego bajo la escalera siguiendo el olor del café recién hecho.

Entonces oigo la voz de Jimin junto a la puerta trasera de la cocina. En lugar de entrar, echo un vistazo por el resquicio. Jimin está ante la encimera batiendo algo en un cuenco de acero inoxidable. Mi madre está sentada muy tensa a la mesa de la esquina. Está repasando unas facturas y pulsando las teclas de una calculadora enorme. Su rostro transmite rigidez y enfado, se nota que se está esforzando por ignorar a la otra persona que hay en la habitación.

Yo escucho y observo, y llego justo para oír el final de la historia de Jimin.

—Y yo dije: «¿Dos millones?». No puedo hacerle esa oferta a mi cliente. Vuelve cuando quieras que hablemos en serio.

Mira a mi madre, pero no hay ninguna reacción. Sigue batiendo y dice:

—Es como lo que le decía a _____hace algunas semanas: algunos tíos necesitan saber cuándo los han vencido.

Mi madre deja una factura sobre la mesa acompañándola de un sonoro golpe y coge la siguiente de la pila.

Jimin suspira. Luego deja el cuenco en la encimera y se sienta delante de mi madre. Ella no le hace ningún caso.

Él medita un momento mientras se frota con los nudillos la barba de tres días que le cubre el mentón. Luego se inclina hacia mi madre y dice:

—Yo quiero a tu hija, Jun. La quiero tanto que moriría por ella.

Mi madre resopla.

Jimin asiente.

—Sí, ya sé que probablemente eso no signifique mucho para ti. Pero es verdad. No puedo prometerte que no vaya a cometer más errores. Pero si lo hago, jamás será nada tan épico como mi última hazaña. Y lo que sí puedo prometer es que haré todo lo que pueda para compensárselo a _____y arreglar las cosas.

Mi madre sigue mirando fijamente la factura que tiene en la mano como si en ella estuviera escrita la cura contra el cáncer.

Jimin se reclina, mira hacia la ventana y sonríe ligeramente.

—Cuando era niño, quería ser como mi padre. Él siempre llevaba esos trajes alucinantes y trabajaba en el piso más alto de un edificio enorme. Y siempre lo tenía todo controlado, era como si tuviera el mundo en las manos. Cuando conocí a _____... No, cuando me di cuenta de que _____lo era todo para mí, lo único que quise fue ser el hombre que la hiciera feliz. El que la sorprendiera, el que la hiciera sonreír.

𝕄𝕒́𝕤 𝔼𝕟𝕣𝕖𝕕𝕠𝕤 [ᴀᴅᴀᴘᴛᴀᴄɪᴏ́ɴ] ᴘᴀʀᴋ ᴊɪᴍɪɴ +18Where stories live. Discover now