—¿Vas a tomar una foto? —le susurré. Tenía miedo de hablarle.

—Ah, sí —la apoyó con desánimo y tomó una foto que ni siquiera enfocó como lo hacía.

Aquello era el principal indicio del desastre, porque le había relatado y ni se chispeaba, estaba muerta en vida. Me preocupaba en demasía.

El paisaje, que era de colores preciosos y relampagueantes, parecía ser un gris más oscuro que el negro y, por segunda vez, me sentí un ciego delante de Janett, porque no era capaz de observar su dolor.

Me frustraba ser tan inútil y poco recursivo para ayudarle en lo que necesitaba, porque ella me requería, y no sabía ni qué decirle, solo me acerqué para abrazarla a un costado y le di un beso fantasma en la sien, ni siquiera lo había sentido.

(...)

Duramos apenas dos días en Perú. Janett, entraba a un cuadro de terrible abatimiento, cercano a la depresión, pero no lo suficiente para decidirnos ir a un psicólogo, porque estaba ahí para apoyarla en lo que fuera.

—Claude, perdóname —me decía con culpa y tristeza cuando regresábamos.

No era posible responderle, no tenía contesta. Apenas habíamos retornado del viaje, frustrado ya comenzaba a saber de verdad que nunca sería padre, porque a pesar de las veces anteriores que lo había dicho, ni siquiera lo creía de verdad. Me dolía el corazón, porque era insoportable vivir así.

No volvimos a Mississippi, sino que fuimos de regreso a Italia. Una vez llegáramos, desconocía qué íbamos a hacer para superarlo, porque estábamos de manos atadas, consumando todo aquello que valía la pena.

Nuestra relación, que antes era un relieve perfecto, parecía las ruinas de una aldea antigua, llena de historia, pero ausentes de la pasión y los deseos del amor que nos habíamos profesado, olvidado y dejado de rememorar... En el resort, todo seguía como de costumbre. Inclusive cuando entramos a la habitación, era lo mismo, como si no hubiéramos viajado a Mississippi o a Perú.

—Claude Rivarola —Me llamó Janett con formalidad, me había impresionado.

De nuevo lo había pensado, porque era real, y absolutamente todo se transformó para mal. Fui hacia ella con despacio, no quería que sonaran mis pasos; sin embargo, lo que Janett estaba por decirme... devastaría mi alma con inclemencia.

» Claude —repitió, dolida—. Esto no puede funcionar así... volveré a los Olivos, compraré mi pasaje de regreso para la noche. Porque creo firmemente que no es justo para ti que no seas padre. Nunca tendremos una familia. Me duele decírtelo... pero es lo que hay.

Sentía con sus palabras que me estaba arrancando el corazón, se degollaba, lo trituraba para hacerse polvo y, Janett, me veía sufrir abrumado a pesar de no mirar en lo absoluto, porque no había ninguna clase de misericordia. La vida nos era injusta a ambos.

Quise responderle, pero me dejé llevar por la tristeza y los dolores internos. Había ocultado la cabeza con las manos por encima de mi razón, y me sentía derrotado, como si hubiera perdido lo más importante que tenía dentro. Y era Janett, la había perdido con esa respuesta, y creía que para siempre...

» Déjame ir sola. Conozco el camino de vuelta, no tienes que acompañarme —reiteró con profunda desolación. Su voz estaba desquebrajada.

Alguien tocó la puerta y no tenía posibilidad de actuar frente a Janett, y trastabillando como pude, fui en dirección a abrirla. Mi mirada, no salía del sótano de los suelos y era un hecho. No había razón para erigir el pecho con orgullo. Era Simón David, me conservé en silencio a su costado.

—Querido, necesito tu ayuda por favor —observé de reojo a Janett y Simón David me suplicó de nuevo, insistiéndome con más fuerza—: ¡Por favor! ¡Ayúdame!

Asentí resignado y, con prontitud, le seguí el rastro a Simón David, había dejado a Janett sin respuesta y era fatal, pero no sabía qué decirle, porque estaba agotado por los intentos que había realizado para que volviera y no hacía otra cosa que dejar avanzar el tiempo.

Tampoco podía ser malo con Simón David, menos cuando tantas veces había ayudado no solo a Janett, sino también a mí, cuando estaba como loco de manicomio recorriendo las calles de Nápoles para encontrarla.

(...)

Cuando íbamos en el carro, me había despejado unos segundos de Janett y nuestra historia, y luego Simón David, comenzó a expresarme su necesidad de ayuda que aún desconocía con certeza.

—Disculpa querido, pero tengo que resolver un problema y necesito un hombre de repuesto... no voy a permitir que me arrebaten el amor de ensueño que tengo con Charlie.

—¿Qué dijiste? —le dije intrigado, ¿qué demonios había dicho Simón David? —. ¿Charlie?

Simón David, sonrió como una jovencita enamorada de labios brillosos y escarchados, no pude observar su alegría con normalidad porque giré hacia lo nauseabundo de las calles para seguir despejándome de Janett.

—Lo conquisté —Le miré de medio lado y percibía que era verdad. No podía creerlo.

—¿Pero no lo obligaste? ¿Charlie también es...?

—Claro querido, ¿por qué crees que es tan gritón? —expresó presuntuoso y fascinado.

—No me cuentes más...

—Es necesario —dijo con más seriedad—. Pero no sobre nuestra relación, porque necesito que hoy te hagas pasar por mi novio.

—¿Enloqueciste? Sabes que soy de mi esposa —No podía evitar reírme, era una completa barrabasada, porque además de estar tan mal con Janett, tampoco era para irse con el primer humano que se me apareciera.

—No malinterpretes esto.

—¿Y por qué no tomaste a Charlie?

—No quiero que lo conozcan mis hijos. Hay encuentros que es mejor nunca concretarlos —expresó reflexivo—. Ya verás quiénes son.

—Dijiste hijos, ¿no?

Simón David se mantuvo incauto, y en un suspiro atragantado, recordé a Janett. Era increíble como las cosas podían cambiar de un día para otro en el amor. Porque lo éramos todo, y en cuestión de horas, parecíamos dos extraños queriendo desechar años de un hermoso matrimonio, que no tenía la culpa del camino tan incierto del destino.

Solo hasta que te vi (disponible en físico y ebook)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora