Capítulo 11

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Abrí los ojos con calma. Sentía mi cuerpo entumecido de pies a cabeza y mi brazo derecho tenía muestras de sesgadura. Asimismo, me impacté por lo que vi: descansaba en una habitación muy elegante, similar a un hospital, había silletería artesanal; amoblada para invitados y un gigantesco ventanal que contenía un hermoso panorama ante el indescriptible monte Robinson. Fui recobrando poco a poco las memorias de lo que había pasado.

—Niño, abriste los ojos —dijo una voz tierna, volteé y era una enfermera de unos treinta años, que tenía el pelo recogido y de color rojizo. Delgada y de silueta prominente, atrayente para cualquier viejo que buscara una noche de copas con alguien que fuera imposible para sus intereses.

—Estaba asustada —reiteró—, pensé que ibas al intensivo, tenías una contusión horrible en el estómago que podía dejarte parapléjico, oh y también un esguince de tobillo que si no era tratado a tiempo... podría generarte malestar indefinido —se rio de forma extraña—. Qué lindo fue salvarte, no tienes que darme las gracias.

«¿Qué habla esta mujer? ¿Tan mal estaba?», abrí mi boca para responder, pero no me dejó hacerlo.

—¡Espera! No lo hagas, estás grave... y si lo haces te desangras, y no quiero buscarte más vías.

Abrí mis ojos como si fueran el escudo de un guerrero escandinavo, estaba atemorizado ante lo que decía, y lo peor, era que no podía moverme. Un enorme guiño salió de la enfermera, no lograba procesar sus palabras con facilidad, hablaba muy a las carreras.

—No coloques esa cara, estarás muy bien. Puedes incluso levantarte e irte, pero debes ver primero a la niña de la casa.

«¡Niña! ¿Cuál niña? ¿Se refiere a la princesa?», la situación se ponía incómoda, aquella rara enfermera no tenía definición, y se fue minutos antes a tomar en cuenta lo que había conversado conmigo. Pero sentí alivio cuando la vi salir y respiré con verdadera tranquilidad, y lo recordé todo...

Era un fugitivo de la seguridad real del palacio, había ocasionado un disparate sin concertar en lo fatal que podía acabar, y de milagro estaba acostado ahí, con una vista privilegiada. Lo curioso, era que en realidad no sabía dónde estaba, la última vez que estuve en un hospital fue en Rumpler y no parecía ser la Clínica Central de los Robledos de Herminda.

Le eché un vistazo a los cuadros retratados del final de la habitación y se asemejaban al castillo de los Olivos. Una imagen cuando habían comenzado con la obra para edificarlo, otra; con su acabado. Mi abuelo también tenía imágenes muy parecidas en casa. Otra cosa que llamaba mi atención eran los particulares embalajes de unos barcos plásticos de juguete en la última mesa, posicionados con la orden de un maniaco de la limpieza, era una colección de antaño para personas de gustos poco convencionales. Era un lugar muy especial, aunque daba lástima pensar que solo abuelos podían disfrutar de las cosas que yacían ahí, quizás por si se caían de una silla y necesitaran curarse de los dolores de haber ordeñado vacas, sentados desde una mala posición con una numerosa cantidad de consuelos por el resto de sus vidas. No había nada de placentero para un chico contemporáneo dispuesto a hacer sufrir a su madre con las tonteras que se le ocurrieran. En aquel caso, me exoneraba de la gran historia que creaba hasta ese punto, llevaba tres veces queriendo ir a los Olivos y en la última... casi moría con el intento.

La puerta que había cerrado la enfermera se despojaba de su lugar. Alguien entraba. La ansiedad tocaba mis fibras, no reconocía que pasaría, pero por justicia llegó la paz que no esperaba, era ella: Janett, que venía a verme sin abrir los ojos. ¡Dios, estaba tan asustado!

Mi corazón era un furtivo deseo; hirviente en clamor, deseando la búsqueda de alguien que tuviera compasión de su extraña composición. ¡Rayos, si gruñía rápido aquel condenado bombeador de sangre!

Solo hasta que te vi (disponible en físico y ebook)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora