Capítulo 24

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Varios días después, Janett y yo nos llevábamos como niños que siempre habían sido viejos amigos. Era hermosa la forma en que expresaba sus ideas y hacía hasta lo imposible para lograr cumplirlas y, a pesar de tener una ceguera permanente, nunca daba un paso atrás.

El día era brilloso y de ventisca en el ambiente. En el castillo se evocaba una paz abrumadora en reposo de auras, los pájaros cambiantes trenzaban el cielo con la finura escogida a manos del Creador y los riachuelos estaban en pausa. Caminábamos en medio de los prados del sureste, en donde descansaban las reliquias escondidas del castillo, y también, era el lugar sobre la leyenda que Janett había explicado cuando estaba almorzando.

Ella decía que, en invierno, el alma que fuera valiente se le abría el camino hacia un deseo de vida, desde unos manuscritos prehistóricos, un enigmático premio ante los justos y castos de corazón, pero era pura habladuría de los libros de entretenimiento que contenía el palacio; aunque en especial, aquella historia era de sus favoritas.

—¿Podrías describir esto? —me preguntó Janett, mientras seguíamos avanzando hacia la villa sur del castillo —y donde según ella—, había un lago inmenso que mostraba el mundo con los secretos que ella deseaba descubrir. Me lo pensé un poco antes de hablar. Pero luego, comencé a narrar con entereza y el pecho inflado de versos ocultos, dispuestos a salir disparatados como cometas hacia el cielo.

—El viento es estruendoso y con él... mi alma se aliviana. Aunque andemos hacia el sur, siento que es de norte, porque el prado se envanece y el mar resurge entre las falsas tierras, en donde se divisa el manantial de vida de los seres vivos, que encuentran lo que tanto quieren... —En un descuido, volteé a verla y estaba encantada en su caminar, era diferente cada vez que le describía algo. Y era sorprendente para mí, el poder de lograr eso en alguien, la realidad ni creía que lo hiciera bien. Solo ocurría como magia resplandeciente.

El aroma del lago se tornaba intenso como la sal del mar. Janett, alentaba su trayecto con lentitud, era un lujo observar cómo sus pasos firmes siempre eran tan seguros como un candado en bodega; no se equivocaba, era inexorable. A veces, dudaba que fuera ciega; cuando de improviso, empezó a correr con dirección hacia el lago en total osadía.

—¡Janett, ten cuidado! —le grité siguiendo su huella, me había adelantado con creces.

—¡No te preocupes, conozco todo! —aclaró para entregar calma, pero la verdad me había iniciado un estrés impoluto en el cerebro. No veía con buenos ojos el posible escenario de verla sumergida en una indeseable agua con el color pálido y plantas flotantes, menos conmigo como el único encargado por la gran responsabilidad de su nombre.

Al observar que no frenaba, corrí lo más rápido que pude para evitar que cayera y; sin embargo, había tardado demasiado. Janett estaba muy lejos y no tenía la fuerza de piernas suficiente para recuperar la ventaja perdida. Janett había encendido una llama de velocidad en sus pies descalzos, como si fuera digna de ser una maratonista de las primeras olimpiadas.

Janett se abalanzó sobre el agua sin dudarlo. A los siguientes instantes, también me lancé hacia el lago, emprendiendo una desesperada búsqueda. No sabía por dónde empezar; primero, por lo malo que era ver dentro del lago, la visibilidad era nula. Y lo segundo, por algo muy aterrador que recordaría luego.

—¡Janett! ¡¿Dónde estás?! —expresé de boca hacia afuera del agua mientras buscaba estabilizarme, Janett no respondía ni aparecía en ninguna parte. La locura de su infantil acto, había rebasado el vaso a la peor de las circunstancias. El afán me revolvía el estómago y no contenía la frialdad para pensar en cómo resolverlo.

Volví a repetir su nombre con un grito ensordecedor, pero nada se develaba ante mi mirada.

—¡Demonios! ¡¿Por qué hiciste eso?! —expresé agitado, entretanto me hundía con desenfreno. Había olvidado que nunca aprendí a nadar y, además, era una de mis peores fobias desde la niñez. El agua dulce incrementaba mis posibilidades de morir ahogado, eso siempre lo determiné en los días que vivía con mi familia cerca del lago de sonora. La adrenalina y mi valentía por salvar a la chica que quería, habían hecho estragos en mi cordura. Fui estúpido sin remedio.

Solo hasta que te vi (disponible en físico y ebook)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora