Capítulo 1

1.4K 220 48
                                    

El principio.

1986.

Trece años tenía; en aquel entonces, adoraba jugar en el Valle de los Lamentos con mi mejor amigo, y aunque tuviera un nombre de malos agüeros, se disfrutaba de sobremanera cuando corríamos por las praderas encantadas del Olivo. En ese lugar gobernaba una reina cincuentona de mala calaña que estropeaba nuestras travesuras y, a pesar de ello, no dejábamos de meternos en problemas entre los anhelos de ir en búsqueda de clandestinos tesoros, para así obtener algo de prestigio a nuestros apellidos.

En medio del verdal, había un árbol gigantesco y azulejo que nos tapaba la figura del monte Robinson: contenía frutas exquisitas como granadas y mangos. Era particular, exótico y diferente. Su tallaje, era de apariencia robusta con más de quince metros de altura. En primavera, decían que regalaba flores y en otoño expedía hortalizas.

—¡Corre! —exclamó Travis, con gran locura.

Como si se nos hubiera visto hurtando frutas granadinas —y mentiras no eran—, salimos a tope para escaparnos de las garras de los protectores del Olivo. Uno de ellos, salió desfilando por un camino secreto para pillarnos desprevenidos en nuestra inocencia. Al divisar en lo lejos a la línea de Crocker, nos dimos cuenta que la salida estaba a la puesta de nuestros zapatos; cuando de repente, apareció ese hombre arrebozado y dispuesto a darnos una paliza que nos ahuyentara la malcriadez.

Aceleramos para evitarlo, pero fue inútil, aquel espécimen era ágil de piernas contra la insoportable fama de unos niños endebles. Travis, por su parte, tropezó por el desespero. El afán de alargar sus desmesurados pasos nos jugaba la peor pasada del plan, y cuando me detuve a observar cómo se veía, se había raspado la rodilla con una planta de Zuricata.

—¡No puede ser! ¡Nos alcanzará! —me gritó alarmado.

Asentí con la cabeza lo que parecía innegable, estaba a metros de nosotros. Nuestro fin parecía improbable, pero ya era una realidad a regañadientes, me sentía triste por ser tan niño porque no podía dar combate.

—¡Mamita querida! ¡No! —clamó Travis—. ¡No lo vuelvo a hacer!

Quedé en silencio, cabizbajo, esperando la multitud de golpes que nos iban a apilar. Travis lloraba arrepentido, su codicia de querer los frutos prohibidos nos costaba el pellejo de nuestras narices.

—¡Tengan! —gritó el hombre, bifurcado y al frente mientras nos golpeaba. Comenzó a darnos patadas y cachetadas con vehemencia, y aunque cedí mi postura para recibir menos dolores; no era efectivo, las lágrimas de mi amigo se veían más confiables que una cruda mudez.

—¡¿Por qué eres tan malo?! ¡Estoy llorando mucho! —renegaba Travis, acongojado y desesperado. El protector, parecía no tener sentimientos, o si los tenía, realmente eran muy escasos. Los golpes dolían como madres enrabietadas, furiosas por la falta de obediencia a sus mandados. Varios segundos de sufrimiento nos dejaron convertidos en leña y mi piel enrojecía con elevado ímpetu, no había nada que hacer.

» ¡No más! —reiteró Travis, quejoso. El protector, se turbó al escucharnos y disminuyó sus impactos; pero no desistió de hacerlo, porque nuestros cachetes se transformaban en cada coscorrón entrante.

A los minutos, nos dejó en paz al rematar su faena con un cocotazo fulminante. Eso les pasa por desobedientes, niños sucios —admitió entre un odio inocultable.

Después de la masacre, sentí que mi estómago se podía romper en cualquier momento. Mi cabeza y cabellos flameaban como el picante tomado sin agua. Todo había sido culpa de nuestros pésimos actos de rebelión infante.

Travis, cedió su cabeza, que estaba repleta de chichones y moretones leves. Tenía un fehaciente hematoma en el hombro de su brazo izquierdo, pero no estaba seguro si era un golpe o una mancha producto de la planta.

Me acerqué hacia él gateando como un bebé, y me lastimaba todo el cuerpo, como si me hubieran aplastado con un enorme contenedor de hierro fundido. Pronto rodeé a Travis con mi brazo alrededor de su cuello.

—Somos un desastre —le dije tranquilo—, no creo que volvamos a casa sin un gran regaño.

—Ni lo digas. Tu madre o la mía, cualquiera nos matará, y lo peor... ¡Es que ya casi lo estamos! ¡Acaso ese burro no sabe que somos niños! —replicó, tosiendo con nervio.

—Sí, pero también ladrones: nos queríamos llevar las granadas.

—¿Y qué tiene de malo? Ni que hubiera que pagar para comprarlas —dijo con el descaro del mundo, no se guardaba nada. Desde niño hasta el día de siempre: Travis era un pájaro de tierra, volaba a lo torpe. Intentamos levantarnos, pero nos costaba por la gravedad de los golpes.

—Cierra la boca, alucinas —aseguré con afecto entretanto sacudía mis pantalones. Él entendió que se había equivocado. Tenía la cabeza abajo como perro regañado cuando regresamos a casa, y no hubo mayor lamento para nuestras conciencias que tener la certeza de esperarnos «monstruos de guardapolvo» en la puerta de casa, severamente enojados y sin botín de consuelo para apacentar sus furias.

Así era parte de lo que vivíamos en el conocido país de los deseos, porque nos esquivaba la fortuna ante tanta belleza. Así como en un día podía regalarnos treinta granadillas dulces, al próximo; quizás, nos llevaría una golpiza inmemorable.

Antes del regreso, había una niña de piel blanquecina escondida entre los arbustos. Mi timidez me exhortaba a no voltear a verla; sin embargo, Travis se jactaba de conseguir mirar hacia cualquier cosa que fuera peligrosa. Unos metros más adelante, nos tropezamos con la "fortuna" de hallar una pomada de «Jelsea» en el pasto y no teníamos dudas, ella la había dejado a propósito para sanar nuestras heridas.

—¡Gracias! —dijo Travis esperanzado. La niña, no pronunció palabra alguna, y solo movió parte de la vegetación, no deseaba presentarse al igual que nosotros. «Gracias niña», respondí en mi cabeza, que seguía funcionando luego del dolor y la quemazón.

Nos untamos un buen tramo de la pomada en las lesiones, y tenían un mejor color, no calcinaban tanto como antes. Travis, no se veía tan herido, aunque por mi parte no podía decir lo mismo. Tenía manchas hasta en las orejas.

Mi madre, sin piedad, me dejaría colgado del madero en las afueras de la casa si no fuera por la Jelsea curativa que nos regaló aquella niña. Después de eso, entendí que aún existían almas buenas en el mundo tan cruel en que contábamos; o quizás, solo estaba con existencialismos tontos de niño rebelde.

Solo hasta que te vi (disponible en físico y ebook)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora