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Molly

La veo de frente y no ha cambiado nada. Siempre con su porte autoritario y su voz mandona. Siempre odié eso de ella. Nunca recibí ese cariño de padres del que todas mis compañeras del colegio presumían. Mientras a todas las iba a recoger alguno de sus padres, a mí solo me mandan a Hugo.

No es que odiara a Hugo, al contrario le tengo demasiado cariño como para odiarlo, sino que cada día al salir del colegio siempre esperaba a uno de ellos. Y nunca se presentaron, ni una sola vez en mis dieciocho años del colegio.

Para ellos todo fue trabajo y más trabajo. Vivíamos juntos y en casa todo eran etiquetas y modales. Jamás pude estar en pijama un domingo por la casa.

—Las señoritas siempre andas arregladas —decía todo el tiempo.

Y lo más jodido de todo es, que llegaba a casa de mis compañeras y envidiaba ver lo que realmente era tener una familia. Una de verdad, de esas que te preparan el desayuno y antes de dormir te cuentan cuentos de pequeña, de esas que al ir para el colegio te desean un lindo día acompañado de un beso en la frente, yo jamás  supe que era eso.

Si antes pensaba que ella no podía haberme parido, después de ese día terminé por comprobarlo. Ese día acabó de romper mi corazón en mil pedazos. Antes siempre esperaba cada maldito momento para que me dieran cariño, que les naciera preocuparse por mí.

Siempre esperé que llegara el día que fuesen lo que yo veía en casa de mis compañeras. Hasta ese día, que solo me dio la espalda, que solo demostró que no era mi madre y que nunca lo fue o lo será jamás.

—Pues sí, aquí me vez otra vez —le hablo ironizando.

Ella solo me sonríe y abre sus brazos para envolverme en ellos. Yo me tenso, pero dejo que lo haga. No quiero montar un espectáculo.

Cuando termina ella se mantiene frente a mí, me toca un mechón de mi cabello y lo pone tras mi oreja.

Me vuelve a sonreír y me dice:

—Estás preciosa hija, te hemos extrañado muchísimo todo este tiempo. ¿Por qué no me habías contado acerca de esta relación? —manifiesta mi madre en un tono bastante calmado pero exigente.

—Claro es que tú eres una madre tan receptiva, que a tu hija le encanta charlar abiertamente contigo. —Tuerzo los ojos.

Atrás llega mi padre. Y aunque él también tuvo sus cosas, me ayudó bastante en ese momento. Corro a sus brazos y este me envuelve tiernamente.

—Extrañé a mi princesa —comenta él con esa voz que tanto amé de pequeña.

Papá casi nunca se encontraba en casa cuando era una cría. Pero cuando llegaba me trataba como su princesa. Me traía juguetes y chucherías que los niños tanto aman. Yo siempre esperaba con ansias que llegara, porque me daba el cariño que mi madre nunca me dio cuando estaba con ella.

Y cuando mi padre se enteró de lo sucedido, tomó las riendas de la pequeña reputación que aún me quedaba. Limpió mi historial y me abrió el camino a una nueva vida. A veces hablaba con él por videollamada y otras por chateo. Él desde que me mudé a New York ha estado pendiente a mí. Y todos los meses pagaba la renta de la casita que tenía. Yo nunca le pido nada.

—Yo también te extrañé papito —le comento también y le miro a los ojos.

Él ha cambiado un poco estos dos años. Se le ven más canas en su pelo negro azabache. Sus arrugas en la cara son más notables y tiene la misma panza de siempre. Porta hoy un traje azúl oscuro, con una corbata y camisa bajo este de color azúl cielo. Mi padre vino a juego con mi madre, es una costumbre que tienen desde que tengo uso de memoria.

AtándonosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora