Capítulo 11 - Confesar

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Juan David se tocó con cuidado la nariz, aún le dolía el puñetazo que su hermano Erick le había soltado en la misma. Había empezado él, por primera vez en su vida, pero el comportamiento de sus hermanos le había desesperado y más, después de conocer que el término "nosotros nos desharemos de los uniformes", fue "nosotros esconderemos los uniformes". Tanto Andrés como él, se habían quedado con la primera información y habían confiado en que los mellizos literalmente los destruyeran, no que los dejaran al alcance de cualquiera.

Cuando se encontró a Gaby completamente destrozada en los brazos de su tía, no entendió nada, ni siquiera cuando le habló de los uniformes, para él, aquello había dejado de ser un problema desde el momento en que se los quitaron, por eso hasta que Andrés no se escapó de su hacienda y fue cabalgando hacia sus tierras, para explicarle que Gaby había tenido un ataque de ansiedad por ver como el nuevo jardinero guardaba sus uniformes manchados de la sangre del profesor Carreño en una bolsa de plástico negra, la ira que no sabía que guardaba en su interior despertó. Provocándole que fuera corriendo hacia sus hermanos y sin mediar palabra le diera un puñetazo al primero que se puso en la trayectoria.

Erick.

Su hermano, como era de esperar, le devolvió el derechazo. Lo peor, que León llamó a su papá y todo comenzó a escalar hasta que intervino su mamá y la situación se relajó.

Se hartó.

Si estaban en esa situación era por culpa de esos dos. Andrés, Gaby y él, no debían de estar sufriendo las consecuencias de los malos actos de sus hermanos, por eso estuvo tentado a confesar. Confesarle a su madre que Gaby había sufrido algo que no merecía, y que Andrés y él tuvieron que hacer cosas desagradables que jamás iban a poder borrar de sus mentes. Pero la familia era familia, y cuando tocaban a un Reyes-Elizondo todos se involucraban. Los cinco formaban parte de aquello, y si uno caía, caían todos.

Se mantuvo callado.

Se excusó en que estaba cansado de las bromas de sus hermanos, y lo dejó estar.

Gaby había visto como Albin tiraba los uniformes en bolsas de basura, por lo que quizás el jardinero les había ayudado sin saberlo y aquellos uniformes podían estar ya tirados en algún vertedero fuera de la región.

Los días pasaron.

Uno.

Dos.

Tres.

Cuatro.

Cinco.

Seis.

Al séptimo día y sin que nada indicase que alguien hubiese descubierto los uniformes, sonrió. Sus hermanos habían nacido con la suerte debajo del brazo y siempre se salían con la suya. Aún no se hablaban, el orgullo dolía más que los golpes, pero sabía que tendría que ser el primero en ceder, el primero en dar en ejemplo.

Por eso era el hermano y el primo mayor.

Aquel día la hacienda estaba revolucionada. El bisabuelo había terminado su terapia y volvía a casa. Su abuela, que en los últimos días la había visto un tanto distraída, pensó que preocupada por los resultados de la terapia, había hecho traer a Dominga desde su casa para que preparase junto a Quintina, los platillos favoritos del bisa. Estaba esperanzada de que el anciano les recordase mejor si degustaba lo que más le gustaba, por eso aquello se convirtió en una fiesta de bienvenida. Recordaba como en un pasado no muy lejano, siempre había algo que celebrar y si no era en la hacienda de su abuela, era en la de cualquiera de sus tíos o en la suya misma. Ahora aquello había dejado de producirse; los tíos Óscar y Jimena pasaban la mayor parte del año fuera del país, mientras que el tío Franco viajaba constantemente por negocios y la tía Sarita se recorría las ferias de caballos de toda la región. Su papá se había centrado tanto en la cría de caballos que parecía haberse olvidado de su familia, mientras que su mamá estaba muy ocupaba con la administración del resto de la hacienda. Y evidentemente, desde que la situación del bisabuelo empeoró, la hacienda Elizondo había quedado fuera de juego.

En el fondo del lago (Parte 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora