—¡Jeremías! —gritó por encima de sus gruñidos en un intento por sacarlo del bucle de violencia en el que se encontraba—. No me obligues a usar mi poder contra vos —prosiguió antes de eludir otro golpe y empujarlo de nuevo.

Pero este no parecía reaccionar y, con los ojos ennegrecidos como ónix, persistió en sus ataques. Nunca lo había visto perder el control de esa manera. Era como si algo en él hubiese disparado sus más profundos instintos depredadores, como si su sola presencia activara todas sus alarmas y mecanismos de defensa.

—¡Tenés que controlarte! —espetó a la vez que alzó el brazo para cubrirse, pero no fue lo suficientemente rápido y el filo de la hoja se deslizó sobre su carne—. ¡Es suficiente! —gritó con voz profunda al sentir el escozor de la herida y, dirigiendo todo su poder hacia su hermano, se adentró en su mente sin reparo alguno.

Ambos cayeron de rodillas ante la violenta invasión. Jeremías, aturdido por la sorpresa y el dolor; Ezequiel, por el agotamiento que le provocaba utilizar su poder de ese modo. Capas y capas de fuertes barreras desintegradas en un instante por ráfagas de energía sin igual, recuerdos y pensamientos entremezclados que giraban sin cesar como si se encontraran en el ojo de un huracán que desembocaba en un pozo de fría agua negra.

—¡Salí de mi cabeza! —lo oyó gritar antes de llevar las manos a sus sienes.

Sintió su resistencia, su asombrosa fuerza empujándolo fuera con brusquedad al tiempo que una corriente similar a la de un rayo lo recorría entero. Siempre había sido consciente de que no estaba a la par de él, de que, aunque tuviera la habilidad de leer los pensamientos e influenciar las emociones, jamás podría vencerlo; sin embargo, no se detuvo. Algo en su interior lo instaba a seguir, sin importar las consecuencias.

—¡Soy Ezequiel, tu hermano mayor, tu líder! —remarcó—¡Y te ordeno que te detengas ahora mismo! —decretó con autoridad y firmeza.

De pronto, una extraordinaria cantidad de energía acumulada estalló dentro de él, ondas de luz emanando de su cuerpo alzándose, majestuosas, por encima de aquella imponente oscuridad.

Sintió la inevitable rendición de su hermano, su mente abriéndose de par en par para recibirlo, su amor incondicional saliendo de su interior hasta la superficie y aplacando cualquier vestigio de miedo y violencia que hubiese quedado entre ellos.

Agotado, cerró los ojos y bajó los hombros mientras procuraba recobrar el aliento. Jeremías, por su parte, se derrumbó hacia atrás hasta terminar sentado en el piso con la espalda apoyada en la pared.

El abrupto silencio que se formó en el ambiente solo era interrumpido por las agitadas respiraciones de ambos. Afuera, la tormenta había cesado y las densas nubes que cubrían el cielo comenzaron a dispersarse dejando a la vista una redonda y brillante luna.

—¿Ezequiel? —El susurro de su dulce voz lo alcanzó en medio de la espesa bruma en la que se encontraba.

Volvió a abrir los ojos y la buscó con la mirada. Lo conmovió la emoción que estos transmitían. Estaba preocupada y asustada y se odió a sí mismo por ser el causante de su malestar.

A su lado, Rafael la sujetaba de ambos brazos, impidiéndole moverse.

—Estoy bien, pequeña. Todo terminó —murmuró con voz ronca a la vez que extendió una mano hacia ella.

Alma dio un paso hacia él, pero el sanador no parecía tener intenciones de liberarla. Era evidente que se había tomado muy en serio el papel de protector. La mirada de Ezequiel saltó al instante a la de su hermano, quien lo observaba con desconfianza.

—Ya podés soltarla —indicó, solemne.

Pero este no le hizo caso. Ni siquiera estaba seguro de que lo hubiese escuchado. Sus ojos iban de él a su hermano y luego, de nuevo a él.

Su ángel guardiánWhere stories live. Discover now