Parte 3

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—¿Cómo es que puede estar tan tranquila? —pregunté, sintiendo mis lágrimas quemar mis enardecidas mejillas.

—¿Te refieres a mamá? —cuestionó Varo, con una voz nasal y gruesa que casi me hizo reír—. Supongo que es porque está resignada —sugirió Álvaro y le miré confundida.

—¡¿Resignada?! —bufé. No entendía que alguien pudiera resignarse a perder a un ser amado—. ¿Qué clase de madre es ella?, ¿cómo puede resignarse a que su hijo muriera?

—Su hijo murió, mi madre lo aceptó —explicó Álvaro con calma, una calma que me hubiera hecho mucho bien tener. Pero con todos los sentimientos que yo estaba cargando ya no había espacio en mí para la serenidad.

—¡¿Por qué lo aceptó?! —pregunté molesta. De verdad que no lo entendía. Pero Álvaro tenía la serenidad que yo no, y sus crueles palabras, pretendiendo abrirme los ojos, me enfurecieron.

—¡Porque se murió! —gritó, sosteniéndome por los hombros y obligándome a mirarle fijo—. Y eso no puedes cambiarlo. Las cosas que no se pueden cambiar se aceptan.

—¡No! —grité—. No voy a aceptarlo, no puedo aceptarlo... ¿por qué no lo entienden?... Mi esposo está muerto, ¿por qué parece que solo a mí me duele?, él tenía amigos, y todos están charlando, incluso tus padres, parece que están enfocados en complacer al resto y no en sufrir por la pérdida de su hijo...

—¿Crees que a mamá no le duele, o a mí?, nosotros perdimos a alguien irremplazable, mamá no recuperará a su hijo, yo no recuperaré a mi hermano, pero tú, tú...

No le dejé terminar. Sabía lo que diría a continuación, y no permitiría que dijera tal idiotez. Por eso le estampé mi mano en su mejilla, mientras le miraba furiosa. Álvaro también entendió lo que yo no dije, sus ojos llenos de asombro, y esa expresión cargada de culpa, lo dijeron.

Tal vez tenía la intención de disculparse, pero yo no quería escuchar nada más de alguien que no era capaz de entenderme. Y en ese lugar no había nadie capaz de hacerlo. Lo supe cuando entré de nuevo a la sala de velación y me encontré con la escena más atroz del mundo entero. Entre charlas, música y risas el mundo ignoraba la pequeña urna donde yacía lo que quedaba del amor de mi vida.

—Saca los dedos —ordené al chico en el piano. Él apartó las manos y yo cerré con fuerza el piano, logrando que todos me miraran—. Se acabó la fiesta —dije para todo el mundo—. ¡Lárguense! —grité—. ¡Si quieren charlar mientras disfrutan de la música, no deberían estar aquí... esto es un funeral, no una maldita reunión de exalumnos. Lárguense ahora mismo todos... Váyanse!

Estaba furiosa, estaba exaltada, o quizá ya me había vuelto loca. Porque cuando mi suegra llegó a quererme calmar me desquité también con ella. Y nadie puede culparme por actuar como lo hacía. Nadie entendía que me estaba pudriendo por dentro mientras todos sonreían.

—Es suficiente —dijo ella—. Sé que te duele, me duele igual, pero no puedes actuar de esta manera.

—No parece que le duela igual —señalé con cierta sorna en el tono de voz que utilicé—. Desearía que no fuera usted la madre de Tavo, de esa forma también podría sacarla de aquí.

La señora Dalia me golpeó, con los ojos llenos de lágrimas, con la mirada más dolida que furiosa, me dio una bofetada que me hizo retroceder, llorar, y arrepentirme de lo que dije.

Lo sabía, sabía que le dolía, no había manera que a ella le doliera menos que a mí. Pero me molestaba que la única destrozada en ese sitio fuera yo, porque eso parecía. La gente a mi alrededor me molestaba, porque habían ido a acompañarme en mi pena, cuando en realidad no les dolía lo que pasaba, al menos no como a mí. Y quién debía estar más dolida estaba demasiado tranquila. Sentía que era injusto que solo yo me viera tan destruida.

—Vamos —pidió Leo, mi hermano, tomándome de un brazo y arrastrándome fuera de la capilla, de nuevo—. ¿Qué estás haciendo? —preguntó.

—Agonizando. —Y es que así era justo como me sentía, con un dolor tan fuerte que suplicaba algo que sabía no pasaría, morir. Nadie muere de dolor, ni siquiera yo que tanto sufría—. ¿Por qué me pasó esto? —pregunté a mi hermano. Él solo me miró—. ¿Por qué es mi esposo quien murió?

El llanto me ahogó de nuevo, sobre todo cuando los brazos de Leonardo me cobijaron. Estas muestras de cariño eran asquerosamente dolorosas. Me hacían sentir más vulnerable de lo que ya era.

—No lo sé, pero lo lamento.

—No lo lamentas —aseguré—. No digas eso, porque no es cierto.

—¿Cómo podría no lamentarlo? ¡Mira nada más cómo estás! Es cierto que no me duele como a ti su muerte, pero mi hermanita está tan destrozada que duele verla. La niña que más amo en el mundo está hecha añicos, y no puedo hacer nada para repararla.

»A todos nos duele esta situación, a unos menos que otros, algunos lloran mientras otros solo guardan silencio. Cada quien expresa su dolor como puede, algunos ni siquiera pueden hacerlo. La señora Dalia está tan ocupada siendo fuerte para ti que no se ha permitido sacar todo lo que siente. ¿Crees que no se está muriendo?, era su hijo, y no va a recuperarlo nunca.

—¡Tampoco voy a recuperar a mi esposo! —reclamé molesta. Ellos no podían en serio creer que algún día me casaría de nuevo para que alguien ocupara el lugar que Octavio dejaba.

—Exacto —dijo mi hermano—. Te pasa igual, entiéndela.

—¿Por qué tengo que entenderlos?, a mí nadie me entiende.

—Nadie te entiende porque es imposible. Nadie más que tú puedes saber lo que cargas. Nosotros podríamos intentar imaginarlo, y seguramente no lo lograríamos. Por eso vinimos a acompañarte, a mostrarte que no estás sola, así que no corras a todos aquellos que vienen a despedir algo que no recuperarán. Porque aunque yo tenga otro mejor amigo, nunca recuperaré al mejor amigo que pierdo hoy.

—¿Por qué se murió y me dejó sola? —volví a preguntar. Necesitaba entenderlo todo para poder aceptarlo. Pero nadie tenía las respuestas a lo que estaba preguntando.

—No lo sé —dijo Leonardo—, pero, aunque no lo parezca, todo va estar bien, algún día.

Y aunque él dijo eso no le creí. A mí no me parecía que alguna vez algo fuera a estar bien, porque en el fondo sentía que yo nunca estaría bien de nuevo. Leo me abrazó, de nuevo, y me abracé fuerte a él. Necesitaba consuelo, y lo buscaría hasta en los apáticos y dolidos abrazos de mi hermano mayor.

El funeral fue tan mal cómo iban las cosas. Algunos lloraban, mientras yo me hacía pedazos. Sentía cómo mi piel, mi corazón y mi alma eran arrancados a tiras, y eso dolía infinitamente.

Lloré hasta que mi garganta se desgarró también, lloré hasta que mi cuerpo y alma estuvieron agotados también, hasta que todo el sin sentido que había en mi cabeza perdió mucho más sentido, hasta que incluso llorar dejó de tenerlo. Entonces, respirando profundo, llenando de aire el cascarón que ahora era, miré a la nada, mientras experimentaba un poco lo que era morir. Muerta me sentía. 

LO QUE CUBRE EL SILENCIODonde viven las historias. Descúbrelo ahora