—Bien. Vení, sentate. Justo estaba por ir a buscarte para almorzar.

Sin decir nada, se acercó a la mesa. Uno de los hermanos, el de piel dorada y sonrisa fácil que la había sanado —o eso creía—, se puso de pie en el acto y le cedió su lugar a la izquierda de la cabecera.

—Gracias... —Se detuvo, insegura.

—Rafael —terminó por ella al verla dudar—, y no hay de qué, Alma —continuó, inclinando la cabeza en una breve reverencia antes de sentarse a su lado.

No pudo evitar sonreír ante su despreocupado comportamiento. No obstante, la sonrisa se quedó a medio camino cuando, al fijar la vista al frente, se encontró con los ojos celestes, duros e intensos del otro hermano, de ese que se había enfrentado a Ezequiel en la cabaña y quien la había atrapado bajo una especie de encantamiento, como si intentara extraerle información solo con mirarla.

—Huele increíble —balbuceó, nerviosa, a la vez que apartó la mirada de aquel temerario hombre.

Justo en ese momento, una fuente de espaguetis con salchichas apareció sobre la mesa. Un suave jadeo escapó de sus labios y, en el acto, buscó con la mirada a Ezequiel. Era algo que solía prepararle su madre cuando, de pequeña, deseaba consentirla. Lo había recordado.

—No creo que sepa igual, pero espero que te guste —dijo con una sonrisa, adivinando lo que estaba pensando.

Se las ingenió para agradecerle a pesar del nudo que acababa de formarse en su garganta y, sin demorarse, se dispuso a probar la comida.

—Está delicioso —dijo tras el primer bocado—. Gracias de nuevo.

—Un placer.

Pese a la tensión palpable proveniente del otro hermano, el almuerzo transcurrió de forma tranquila. Ezequiel estuvo todo el tiempo pendiente de ella y de que se sintiera cómoda en tanto Rafael se encargaba de que la conversación fluyera agregando, de tanto en tanto, algún comentario gracioso que le sacaba una sonrisa. Jeremías, en cambio, se mantuvo callado durante toda la comida con gesto inquisitivo en el rostro. Era claro que la estaba observando. No le importó; al menos, ya no parecía decidido a arrancarle la cabeza y eso ya era un avance.

—Estás a salvo, Alma —afirmó Ezequiel, malinterpretando su silencio, a la vez que cubrió su mano con la suya y movió su pulgar.

Centró la mirada en su suave caricia antes de ascender hacia su rostro y perderse por completo en sus hermosos ojos grises. Todavía le resultaba increíble que en verdad estuviese allí con su ángel. Bueno, sabía que era un demonio en realidad, pero daba igual. Se trataba del ser más maravilloso que había conocido alguna vez, del único capaz de sacarla del pozo negro de soledad y dolor en el que había estado y llevarla hacia la luz. Él era la razón de que hubiese sobrevivido a todo lo malo. Era el amor de su vida.

—Lo sé —aseguró, incapaz de mirar hacia otro lado.

De pronto, el sonido de un gemido de pura satisfacción la sacó de la pequeña burbuja en la que se encontraba inmersa.

—Debo decir que hacía tiempo que no comía tan bien —reconoció Rafael—. Me gusta este lado doméstico tuyo, hermano.

Ezequiel respondió con un gruñido.

—Imbécil —murmuró, molesto por semejante acusación, al tiempo que le arrojaba un pedazo de pan.

—¡Ey! Con la comida no se juega —advirtió usando su brazo como escudo.

Alma rio divertida por el intercambio y eso acaparó al instante la atención de todos. Inhibida por sentirse de nuevo el centro de atención, dijo lo primero que se le vino a la mente.

Su ángel guardiánWhere stories live. Discover now