Capítulo 55

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Las salamandras observaban incrédulas el imposible regreso del rey. Mayor fue su asombro cuando le miraron tomado de manos con la princesa como si se hubieran transformado en la mejor relación familiar del reino. Luego, el rey se plantó en frente de ellas y les expresó una orden con importante sentencia:

—Damas, les ordeno con profunda inquietud, que nos dejen a mí y a mi hija reposar en el palco. Así por favor, necesito que nadie interrumpa la siesta, estaremos muy ocupados.

—Lo que ordene, sr. rey —dijeron ambas al unísono. Janett, ágil y victoriosa, cambió el rostro y empezó a hacer ademanes burlones contra ellas en aversión e infantil venganza por no haber querido cooperar desde un principio. Las salamandras, se repararon las caras y asintieron sin más, porque entendieron que habían cumplimentado su trabajo con rectitud, aunque en la futura reina no fuera viable el bien hacer.

Janett decidida después de entrar y ponerse a tono, tenía el alma atrapada en la garganta y ni siquiera entendía cómo comenzar, porque la rabia también la sujetaba trepada del cuello, precisa y caliente, para salírsele por las orejas.

(...)

Los Olivos, torre de la reina.

Tocaban la puerta en el largo descanso de la reina con medido respeto y delicadeza. La reina se sintió extrañada por la suavidad del llamado y al levantarse del extravagante sofá, fue cándida y cumplida hacia el abrir de la puerta.

—¡Emilio! —profesó, asombrada en demasía—. ¡Vaya sorpresa!

—Caballero Emilio, para usted —le dijo, muy serio.

—Yo le nombro como a mí me complazca.

—Como quiera, Darlyn —admitió Emilio, despectivo. La reina no cuajó sus palabras con ordenanza.

—¿Cómo se atreve? ¿Sabe con quién habla, cierto? —expresó ardida, pero en estable cordura.

—Lo sabría si me conociera a mí primero. ¿O acaso se le olvida quién puso a salvo la vida del rey, tres veces, o la de Jane? Que, por cierto... es su hija. Ser agradecido es un acto de bondad que pocos tienen.

—Deje el cinismo —reiteró soberbia—. Siempre debe recordarme esa tonta guerra de hace años y también sus buenos actos, viva el presente Emilio. Respire de él. Además, soy la reina, no una aparecida de los ayeres.

—Usted puede ser reina del mundo entero si desea, pero no tiene y nunca tendrá poder sobre mí —afirmó rudo—. A los únicos seres que les debo lealtad y vida, son su hija y el rey. Jamás confiaría en alguien que destruyó el reino cuando puso sus voraces manos sobre él, cumpliendo las fantasías de los detractores.

—Si vino para insultarme, bien puede retirarse —replicó, haciéndose la desentendida.

—Tampoco vengo para reclamos ni mucho menos —afirmó, ya sereno—. Sino que deseo logre entender que cumplí mi palabra ante el rey y no le dije nada a su hija.

—¿Sobre? —Puso ojos pequeños.

—El muchacho que la pretendía.

—Ah, ¿hablas de Calvert? La verdad ese principito no me importa, con tal y se lleve a mi hija adonde quiera, está bien.

—¿No le importa? —le preguntó Emilio, impaciente.

—¿Cómo se le ocurre pensar cosas así? —dijo mientras se iba a tomar una copa de vino servida desde hacía horas—. Soy su madre, debo amarla por siempre.

—Usted no ama a su hija ni la cambia por el puesto que tiene de reina... Es una egoísta de primera categoría —La reina, transformó su semblante en palpable enojo y frustración.

Solo hasta que te vi (disponible en físico y ebook)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora