Vivieron así durante dos meses, en el más completo silencio, sin risas ni festejos por la victoria, refugiados bajo el calor de las antorchas y comiendo las reservas de alimentos que todos habían dejado olvidadas al partir. Hasta que finalmente, todo terminó. Sophia se hallaba durmiendo —para su suerte, una de las pocas noches que cada tanto, podía dormir completas— cuando la despertó un montón de gritos. Al principio y de forma adormilada, se preguntó mentalmente si aún no estaría soñando. Sin embargo, los recuerdos de los gritos de la batalla, tanto en el ataque interno de Utaraa como en la superficie, la despertaron por completo. Abrió los ojos, atemorizada, y se preguntó si no estarían atacándolos de nuevo. Entonces se apartó las mantas con un golpe, e irguiéndose del suelo, miró hacia adelante.

A unos cincuenta metros de su posición, había un grupo de pueblerinos amontonados. No sabía que estaba sucediendo, solo levantaban los brazos y vitoreaban felices, por lo que podía ver en el rostro de algunos. Entonces avanzó hacia allí, y en cuanto la vieron acercarse, todos guardaron silencio, y se apartaron para darle espacio. Allí, en medio de ellos, estaba de pie Agorén, sostenido por un cayado similar al que usaba Ivoleen, con destellos azules y recubierto de oro, al cual usaba como un bastón. Su pelo largo y rubio estaba trenzado y adornado con hilos de plata a los lados, y su túnica era dorada, con detalles en azul y blanco. Aún se hallaba un poco magullado, pero al menos estaba recuperado.

Al verlo, todo en ella se paralizó. Agorén le sonrió, mientras ella continuaba caminando como una autómata sin pensar en nada más. Su visión se tornó borrosa debido a las lágrimas que comenzaban a acumularse en sus ojos, y al parpadear, varias de ella cayeron rápidamente por sus mejillas. Entonces, cuando por fin llegó frente a él, lo miró a los ojos, aquellos ojos acristalados y azules, sin pupila, mientras le acariciaba una mejilla. Tenía que asegurarse que era real, que no estaba alucinando o soñando despierta.

—Hola, Sophia —le dijo, y entonces fue allí cuando se convenció. Sí, definitivamente era él, no cabía ninguna duda.

Dio un estertor al mismo tiempo que liberaba el llanto contenido, y se abrazó de él tan fuerte como pudo, rodeándole el cuello. Agorén también la envolvió con un brazo, dando un quejido leve en cuanto ella se aferró de su cuerpo, y supo que sentir nuevamente la calidez de su cercanía era algo inolvidable. Ella entonces se separó de él un breve instante, para mirarlo una fracción de segundo y chocar sus labios con los suyos. Los Negumakianos que miraban la escena a su alrededor volvieron a festejar, al ver aquella demostración de afecto por parte de ambos, pero ninguno de los dos escuchó nada, estaban demasiado ocupados en amarse. Ambos habían caminado a su respectivo tiempo en el umbral mismo de la muerte, para volver a encontrarse tras tantos riesgos, y al final eso era todo lo que importaba.

Agorén ocupó el palacio de Ivoleen como nuevo rey regente, junto a Sophia como su compañera de vida. Los pueblerinos que le dieron la bienvenida al volver a la ciudad, le informaron de la partida de dos naves nodrizas con los ejércitos sobrevivientes, así como del éxito obtenido al defender el planeta Tierra. Y a modo de agradecimiento por acompañarle hasta el fin, Agorén organizó un festejo en su gran sala real, con comida y bebida en abundancia, así también como para recordar y honrar tanto la memoria de Ivoleen, como de cada uno de los soldados y generales Yoaeebuii muertos en combate.

Aquella noche, luego del festejo, Agorén por fin compartió la cama con Sophia. Para ambos, era una verdadera alegría poder dormir nuevamente uno junto al otro, desnudos por completo y hablándose en susurros. Él aún tenía las marcas de las flechas en su cuerpo, que tardarían en sanar y seguramente le dejarían profundas cicatrices, y ella también se hallaba amoratada tanto en la espalda como en sus extremidades, debido a la lucha en la superficie. Sin embargo, la felicidad de estar juntos era más fuerte que cualquier cosa. Sophia estaba arrebujada contra su pecho, mientras que Agorén, rodeándola con el brazo, le acariciaba el centro de la espalda con los dedos.

—Eres muy fuerte, ¿lo sabías? —le dijo ella, con la mano apoyada en uno de sus fornidos pectorales. —Tenía mucho miedo de que no salieras de allí con vida.

—Fue duro, Lonak me tomó por sorpresa, ni siquiera lo vi llegar —entonces le dio un beso en la coronilla de la cabeza, encima del cabello—. Pero tú eres más fuerte aún. Te enfrentaste a él, y le mataste.

—No iba a dejar que te asesinara como un puto cobarde.

—Lo sé.

—¿Y ahora qué sigue? —preguntó ella.

—Ahora hay que volver a casa, en cuanto me recupere por completo de mis heridas.

Sophia guardó silencio. En su garganta, el nudo horrendo del llanto había comenzado a formarse de repente, al escuchar la posible respuesta a su pregunta. Sin embargo, tenía que saberlo.

—Tendremos que decirnos adiós, ¿no es verdad? Se acabó.

Agorén entonces suspiró.

—Mientras estaba allí, en los aposentos de sanación, todo era oscuridad. Me hallaba solo, desnudo, perdido en mí mismo y en la posibilidad de morir o no. Y entonces, vi un resplandor que se acercaba a mi. Al principio creí que era Woa, que venía a llevarme a ocupar mi lugar en esa eternidad cósmica adonde todos iremos algún día, al morir. Pero luego vi tu rostro, llamándome en silencio. Me pedías volver, me hablabas de tu amor, no lo decías realmente, pero yo sentía que así era, tenía la certeza absoluta. Y entonces a tu lado vi a Ivoleen, y allí fue cuando recordé algo que me dijo, en la última charla que tuvimos.

—¿Ah sí? ¿Y qué era?

—Que siempre hay una alternativa —dijo—. Y así es, siempre ha tenido razón.

—¿Y cual es tu alternativa? —preguntó ella, intrigada.

—Los ingenieros pueden crear cuerpos jóvenes, vacíos, sin booawa o lo que ustedes llaman un alma. Esos cuerpos son los que luego se utilizan para el traspaso de conciencia en la muerte de cualquier Negumakiano. Sin embargo, supongo que podrían crear un cuerpo a tu imagen y semejanza, pero con todas las características genéticas de un Negumakiano. Luego solo...

—¿Qué? Dilo —insistió.

—Tendrías que morir, para vivir. Para poder pasar tu conciencia y todo tu ser a ese cuerpo vacío. Solo así podrías venir con nosotros a nuestro planeta, en caso de que esto realmente funcione.

Agorén lo dijo con cierta pesadumbre en el tono de su voz, Sophia podía sentirlo. Sin embargo, arriesgarse era mejor que nada. Era mejor que volver a su vida de mierda, se dijo, a su horrenda sociedad donde todo el mundo se burlaba de ella, donde nadie la quería por lo que realmente era. Y entonces asintió.

—Hagámoslo.

Agorén se irguió en la cama de piedra, mirándola con asombro.

—¿Qué?

—Hagámoslo —volvió a repetir.

—Pero, ¿estás segura? ¿No quieres pensarlo antes?

—Nada puede ser peor que verte partir en una nave para nunca más volver a verte. Así que no tengo nada que pensar, y si hay una manera por ínfima que sea de intentar cualquier cosa con tal de acompañarte, entonces lo haré. Te lo he dicho cuando nos conocimos y te lo volveré a repetir, Agorén. No hay nada para mi aquí, en este planeta, ni con mi gente. Contigo, en cambio, tengo todo.

Agorén la miró fijamente a los ojos, con la mirada llenita de esperanza y felicidad. Y entonces sonrió, acariciándole una mejilla.

—Te amo, Sophia —le dijo, antes de besarla.

La chica de los dos mundosWhere stories live. Discover now