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Le ofreció el brazo, como siempre hacía, y atravesaron la zona de hangares en dirección hacia la salida del poblado. Minutos después, Sophia pudo ver algunos miembros de las Yoaeebuii, los ejércitos de Negumak, entrenar con espada en unos predios especializados para ello, bajo la vigilancia de algunos comandantes que los observaban con las manos a la espalda, y daban ordenes en aquel extraño dialecto. Continuaron caminando, en completo silencio, hasta llegar a una serie de bóvedas de piedra selladas con unas gigantescas puertas de metal negro. Ante la presencia de Agorén, se abrieron de par en par formando extrañas figuras simétricas, y entonces la luz artificial que había dentro se encendió. Era extraño, tal como pensó Sophia, ya que no había lampara ni fuente lumínica de ningún tipo, y parecía como si las mismas paredes de piedra emanaran la luz blanca en todas direcciones. Esto lo pudo notar ya que, al mirarse los pies, comprobó que dentro de aquel recinto no se proyectaba sombra de ningún tipo. Era maravilloso.

A su alrededor, había un montón de estanterías confeccionadas en el mismo acero negro con el que estaba hecha la puerta de seguridad. Había espadas de diversos tamaños, lanzas, arcos y carcajes enteros repletos de flechas. Sophia no podía evitar admirar todo con una sonrisa, hasta que más al fondo, pudo ver otro tipo de armamento que no conocía. Parecían extrañas pistolas, armas de una tecnología desconocida y de todos los tamaños. Algunas parecían demasiado grandes, otras en cambio eran muy pequeñas. No pudo evitar sentir curiosidad por ello, y al notar hacia donde miraba, Agorén intervino.

—Esas son armas muy destructivas. Solo las guardamos aquí por seguridad, pero como te dije, los Sitchín son una raza que solamente utiliza la fuerza bruta, por lo que no hay necesidad de emplear tal armamento contra ellos. Su planeta no lo resistiría —dijo.

—Ojalá nunca tengan que usarlas.

—Te doy mi palabra al respecto. Ahora, elige un arco —le instó, guiándola hacia una de las estanterías. Sophia miró todo lo que había allí, y la variedad de tamaños de los arcos era muy vasta. Además, no parecían el típico arco tradicional de toda película medieval que hubiera visto antes, sino que tenían extrañas formas acabadas en punta, y parecían estar confeccionados de la misma aleación de metal con la que estaba creada tanto la espada como el guantelete y la armadura de Agorén, por lo que le daba la impresión de ser algo muy pesado de cargar.

—No lo sé, ¿qué me recomiendas? —preguntó, indecisa.

—Yo creo que este estaría bien para ti —Agorén se estiró, y tomó un arco de uno de los estantes. Tenía las puntas recurvadas, adornado con una especie de púas en la empuñadura y parte del armazón. Se lo ofreció a Sophia, quien lo tomó en sus manos y apoyando dos dedos en su cuerda, intentó estirarla, pensando que sería muy difícil. Sin embargo, se sorprendió en cuanto vio que el arco no ofrecía ninguna resistencia.

—Parece muy liviano —comentó.

—Así es, está hecho con hebras de pelo de Iguaayeen, un animal autóctono de nuestro planeta. Lo puedes tensar con facilidad y aún así, la flecha alcanza velocidades mortales —le explicó. Luego caminó hacia la estantería donde estaban ubicados los carcajes, y tomando uno de cuero negro, comprobó que estaba lleno de flechas. Entonces se lo colgó al hombro, y miró a Sophia con una sonrisa—. Con esto ya es más que suficiente.

Le ofreció el brazo mientras salían del recinto, ella con el arco en una mano y él con el carcaj al hombro, ambos sonrientes. Ella, feliz de poder comenzar a entrenarse para ayudarlo en su causa de proteger a la humanidad, y él a su vez, por la emoción que le generaba el hecho de compartir tanta cultura entre ambos mundos. A medida que caminaban entre las calles de piedra del poblado, Sophia se dio cuenta que había algunos Negumakianos que ya no la miraban con miedo al pasar, sino que la saludaban con un leve asentimiento de cabeza.

La chica de los dos mundosWhere stories live. Discover now