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Sophia volvió casi dos horas después, aún con el cabello un poco húmedo, y en cuanto entró a la casa de piedra, lo vio manipulando el carcaj con las flechas, rellenándolo con algunas más que había ido a buscar a los hangares de armas y calibrando un poco la cuerda del arco. En cuanto sintió movimiento en la entrada, Agorén se giró a ver, y al notar que se trataba de ella sonrió, volviendo a su quehacer.

—¿Cómo estaba el agua? ¿Te sientes mejor? —le preguntó.

—Sí, ya estoy bien.

—¿Segura que no te sucedía nada? Te he notado muy rara de repente, sabes que puedes contármelo sin problemas.

—No, tranquilo, estoy bien. No hay nada de que preocuparse. Los humanos somos así, nos gusta estar un rato a solas. O bueno, al menos a mí me gusta —respondió ella, encogiéndose de hombros. La verdad era que no tenía ningún sentido decirle sus sentimientos, se decía mentalmente. ¿Para qué, si de todas formas ellos no sentían nada? Sería como explicarle álgebra a un perro. Así que no iba a complicar más su situación.

—Si quieres, podemos descansar mañana y entrenar más adelante. No quiero que te veas forzada a ayudarme, Sophia. Sabes que, si fuera por mí, desearía que no corrieras ningún peligro en esta guerra —le aseguró, mirándola frente a frente.

—Olvídate de eso, prometí que iba a ayudar y así quiero hacer. Deseo aprender todo cuanto antes, y necesito que me hagas un entrenamiento intensivo. Mañana mismo, a primera hora, a darle duro con el arco y la flecha.

—Vaya, es bueno verte tan motivada. Así se hará, entonces, como gustes.

Sophia asintió con la cabeza, sonriendo, pero la verdad es que no estaba tan motivada por el entrenamiento en sí, sino más que nada para mantener la cabeza ocupada. Si se lograba mantener distraída entrenando para ser la mejor arquera posible, entonces no tendría tiempo de pensar en nada lujurioso con respecto a Agorén. Dio un bostezo, cansada, ya que su intimidad acuática la había agotado, y sin quitarse la túnica se recostó en la cama de piedra, acolchonada por las mantas de fibra suave con la que estaba recubierta. Entonces, con el antebrazo derecho se cubrió los ojos, disfrutando de la oscuridad.

—Ven, Agorén, acuéstate conmigo —esperó unos momentos y en cuanto sintió que él se recostaba a su lado, extendió la mano izquierda—. Dame la mano.

Agorén la tomó, una mano fría y grande, pero tan suave como la de ella.

—Me preocupas, Sophia —comentó él, mirándola. Ella sonrió, aún sin quitarse el antebrazo de los ojos.

—Preocuparse es un acto muy humano, ¿sabías?

—Lo sé, y no me molesta. Anoche, en la fiesta, estuve charlando con el rey Ivoleen.

—Ah, ¿sí? ¿Y qué te dijo?

—Hablamos de ti, y de mí. También hablamos de nosotros y de nuestro pueblo. Recordamos el día que llegamos juntos a Utaraa, a los guardias en las puertas que tuve que matar, al perdón que él me brindó para evitar que me ejecutaran. En su infinita sabiduría, Ivoleen me dijo que tal vez nosotros nos estemos humanizando, luego de tantas eras viviendo a su lado —Agorén hizo una pausa—. Y creo que tiene razón.

—¿Y cómo lo sabes? No me vas a decir que ahora sientes algo.

La pregunta era capciosa, claro que sí. Sophia sentía que el corazón le palpitaba como una bomba hidráulica en el pecho, tanto que incluso le entrecortaba la respiración en cada latido. Sin embargo, Agorén hizo otra pausa, como si estuviera ordenando sus pensamientos, y luego habló.

—No lo sé —respondió—. ¿Cómo puedes responder un sí o un no a algo que ni siquiera reconoces?

—Dime como es, que sensación te causa. Quizá yo pueda ayudarte a identificarlo.

—Pues... me da mucha inquietud saber que va a pasar con mi pueblo cuando los Sitchín declaren su invasión. Pienso mucho en ello, y no logro encontrar una respuesta que me consuele.

—Eso se llama ansiedad.

—Entiendo...

—¿Qué más? —preguntó ella.

—Me alegra estar compartiendo el conocimiento de nuestras armas contigo, pero prepararte para la guerra también me pone muy inquieto. No sé que haría si resultaras herida, o aún peor. A veces siento como si me costara respirar de solo pensarlo, como si tuviera algo atorado aquí —Sophia se apartó el antebrazo de los ojos para mirar hacia donde él señalaba, cerca de la garganta.

—Tienes miedo por mí. Y lo que sientes son ganas de llorar. Es algo muy tierno.

Miedo, pensó Agorén. Algo que los habitantes de Negumak jamás habían imaginado sentir.

—También me cuestiono a mí mismo si Lonak y Anveeyaa no tendrán razón. Me dijeron que me estaba volviendo débil. Y eso también me da inquietud. —dijo.

—Ellos son unos tarados, no debes hacerles caso.

—¿Tarados?

—Tontos, de poco raciocinio —aclaró Sophia.

—Ah, tarados... ya entiendo —repitió, y luego negó con la cabeza—. No, no creo que sean tarados, solo que están confundidos, al igual que yo. Y su confusión les hace tener una percepción equivocada de mí.

—¿Y tu confusión es por mí causa?

—No lo sé.

—Dime como te sientes, a ver...

—Me siento bien, me haces sonreír. Desde que me enseñaste este gesto no paro de hacerlo, pero no porque lo haga de gusto, sino porque no puedo evitarlo.

—Eso se llama felicidad —sonrió ella.

—Entonces tú me haces muy feliz.

—Me alegra saber eso, ahora cuéntame más —Sophia se giró de costado, cara a cara, para verlo directamente. Al fin estaba arrancándole sentimientos, se dijo.

—Me gusta pasar mi tiempo contigo, enseñarte cosas nuevas. Y cuando hoy te quedaste en el lago, vine aquí y al poco tiempo de llegar, ya quería que volvieras para poder verte. Por eso me puse a calibrar tu arco, y te fui a buscar más flechas, porque quería tener un poco de cercanía contigo.

—Eso se llama extrañar. Me has extrañado, Agorén.

—Te he extrañado, vaya... ¿Y eso es bueno?

—Claro que sí —sonrió ella, y sin soltarle la mano izquierda, le acarició el extenso y rubio cabello con su mano libre—. Cuando pasas tiempo sin ver a una persona, entonces la extrañas, porque la quieres tanto que no quisieras estar ni un segundo lejos de ella, o de él.

—Ah, entonces es verdad, así exactamente sentía yo. Entonces te quiero, Sophia.

—Y yo te quiero a ti —y entonces volvió de nuevo a su posición boca arriba, dando un suspiro—. ¿Quieres que te diga por qué quería estar sola en el lago, luego de entrenar?

—Claro, cuéntamelo.

—Estaba pensando en mi vida, en lo que tenía antes de conocerte, y en lo que tengo ahora. En todas las maravillas que he visto gracias a tu pueblo, y las que aún me faltan por ver. Me siento como si viviera en una ilusión constante, pienso que he tenido muchísima suerte en que me encontraras en aquella fosa, y...

Sophia se interrumpió en aquel momento. Justo cuando iba a decir "Y también me siento la mujer más desdichada del mundo, por enamorarme como una imbécil de un ser que ni siquiera es de mi propio planeta". Ante el silencio, Agorén entonces la miró sin comprender.

—¿Y qué más? Continúa —le dijo.

—Nada, solo eso. Que soy la mujer más suertuda del planeta Tierra —dio un suspiro, y cerrando los ojos, volvió a colocarse el antebrazo encima de los parpados—. Creo que dormiré un rato, cariño.

—Descansa, Sophia.

Ambos quedaron en completo silencio. Ella, conteniendo las lágrimas y su respectivo nudo en lo más hondo de la garganta. Él, mirándola con admiración y ternura, hasta que luego de unos cuántos minutos, la respiración de ella comenzó a hacerse más pausada y profunda, en cuanto el sueño la venció. Pero allí quedó Agorén a su lado, viéndola dormir, sin soltarle la mano ni siquiera por un momento.

La chica de los dos mundosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora