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Lo raro era que cuanto más se acercaban al 1 de agosto, más optimistas se mostraban sus amigos. Tal vez « optimistas» no fuera la palabra adecuada.

Parecía que se estuvieran relajando para dar la última vuelta al circuito, conscientes de que los siguientes dos días determinarían la victoria o la derrota.

No tenía sentido andar con cara mustia cuando te enfrentabas a la muerte inminente. El final del mundo hacía que el helado supiese mucho mejor.

—Bueno, la isla de Delos está justo al otro lado del puerto. El hogar de Artemisa y Apolo. ¿Quién viene?

—Yo —dijo Leo enseguida.

Todos lo miraron fijamente.

—¿Qué? —preguntó Leo—. Soy diplomático y tal. Frank, Hazel y Règine se han ofrecido para acompañarme.

—Ah, ¿sí? —Frank bajó su manzana a medio comer—. Quiero decir, sí, claro que sí.

Los ojos dorados de Hazel brillaban a la luz del sol.

—¿Has tenido un sueño sobre esto o algo parecido, Leo?

—Sí —dijo Leo de buenas a primeras—. Bueno…, no. No exactamente.
Pero… tenéis que confiar en mí, chicos. Tengo que hablar con Apolo y Artemisa.
Tengo que plantearles una idea.

Annabeth parecía a punto de protestar, pero Règine intervino.

—Si Leo tiene una idea, tenemos que confiar en él —dijo.

—Lo dices porque tú irás. —murmuró Piper entre dientes.

Règine sonrió de manera burlesca.

—¿Acaso estás celosa, hermanita?

Piper gruñó porque era la verdad, se sentía celosa de que Leo haya escogido a Règine antes que a ella para que lo acompañara a visitar a los gemelos.

Percy pasó su brazo por encima de los hombros a Règine para distraerla y robarle un poco de su helado, ella estaba por protestar pero él se adelantó.

—De acuerdo —dijo—, pero un consejo: cuando veáis a Apolo, no le habléis de haikus.

Hazel frunció el entrecejo.

—¿Por qué no? ¿No es el dios de la poesía?

—Hacedme caso.

—De acuerdo —respondió Leo mientras se levantaba—. ¡Si en Delos hay una tienda de recuerdos, os traeré unos muñecos cabezones de Apolo y Artemisa!








 ¡Si en Delos hay una tienda de recuerdos, os traeré unos muñecos cabezones de Apolo y Artemisa!

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Apolo no parecía de humor para haikus. Tampoco vendía muñecos cabezones.

Frank se había transformado en un águila gigante para volar a Delos y Règine se fue con él, en cambio Leo viajó con Hazel a lomos de Arión.

Encontraron la isla desierta, tal vez porque el mar estaba demasiado revuelto para los barcos de turistas. En las colinas azotadas por el viento no había más que rocas, hierba y flores silvestres… y, por supuesto, un montón de templos en estado ruinoso.

Recorrieron una avenida bordeada de leones de piedra, cuyas caras erosionadas casi no tenían rasgos.

—Esto da repelús —dijo Hazel.

—¿Percibes algún fantasma? —preguntó Frank.

Ella meneó la cabeza.

—La ausencia de fantasmas da repelús. Antiguamente, Delos era tierra sagrada. A ningún mortal se le permitía nacer o morir aquí. En toda la isla no hay espíritus mortales en sentido literal.

—Me parece bien —dijo Leo—. ¿Significa eso que nadie puede matarnos aquí?

—Yo no he dicho eso —Hazel se detuvo en la cima de una colina baja—.
Mirad. Allí abajo.

Debajo de ellos, la ladera había sido tallada en forma de anfiteatro. Entre las hileras de bancos de piedra brotaban plantas enanas, de modo que parecía un concierto para espinos. En la parte de abajo, sentado en un bloque de piedra en medio del escenario, el dios Apolo se hallaba encorvado sobre un ukelele tocando una triste melodía.

Al menos Règine supuso que era Apolo. El tipo aparentaba unos diecisiete años, con el cabello rubio rizado y un bronceado perfecto. Llevaba unos vaqueros raídos, una camiseta de manga corta negra y una chaqueta de lino blanca con relucientes solapas llenas de brillantes, como si buscara una imagen híbrida de Elvis, los Ramones y los Beach Boys. Règine inmediatamente se acomodó el cabello al ver lo apuesto que era el Dios, debía de verse hermosa.

Sentada en la primera fila había una joven de unos trece años vestida con unas mallas negras y una túnica plateada, con el cabello moreno recogido en una cola de caballo. Estaba tallando un largo trozo de madera: fabricaba un arco.

—¿Esos son los dioses? —preguntó Frank—. Pues no parecen mellizos…

—Bueno, piénsalo —dijo Règine—. Si fueras dios, podrías parecerte a lo que te diera la gana. Si tuvieras una melliza…

—Decidiría parecerme a cualquier cosa menos a mi hermana —convino Frank—. Bueno, ¿cuál es el plan?

—¡No disparen! —gritó Leo.

Parecía una buena frase inicial para enfrentarse a dos dioses arqueros.
Levantó los brazos y descendió al escenario. Ninguno de los dos dioses se mostró sorprendido de verlos.

Apolo suspiró y volvió a tocar su ukelele.
Cuando llegaron a la primera fila, Artemisa murmuró:

—Aquí estáis. Estábamos empezando a preocuparnos.

—Así que nos estaban esperando —dijo Règine—. Lo noto porque los dos están entusiasmados. Por poco y nos hacen una fiesta de bienvenida.

Apolo tocó una melodía que parecía una versión fúnebre de « Camptown Races» .

—Estábamos esperando que nos encontraran, nos molestaran y nos atormentaran. No sabíamos quién sería. ¿No podéis dejarnos con nuestra desgracia, lindura?

Règine se vio tentada en darle una patada en las pelotas por lo grosero que era. El dios era muy guapo pero no era más que un tarado. Se calmó al recordar que su misión dependía de ellos.

—Sabes que no pueden, hermano —lo regañó Artemisa—. Necesitan nuestra ayuda para cumplir su misión, aunque las probabilidades de éxito sean nulas.

—Ustedes dos son la alegría de la huerta —dijo Leo—. ¿Por qué se esconden aquí? ¿No deberían estar…, no sé, luchando contra los gigantes o algo parecido?

Los ojos claros de Artemisa debieron de hacer que Leo se sintiera como una res de ciervo a punto de ser destripada.

—Delos es nuestro lugar de nacimiento —dijo la diosa—. Aquí no nos afecta el cisma entre griegos y romanos. Créeme, Leo Valdez, si pudiera, iría con mis cazadoras a enfrentarme a nuestro viejo enemigo Orión. Lamentablemente, si saliera de esta isla, el dolor me incapacitaría. Lo único que puedo hacer es observar cruzada de brazos mientras Orión mata a mis seguidoras. Muchos han dado la vida para proteger a tus amigos y esa maldita estatua de Atenea.

Hazel y Règine intercambiaron miradas preocupadas. Si Orión se encontraba tan cerca de Nico, Reyna y el entrenador Hedge deben de estar en peligro.

𝐋𝐄𝐀𝐕𝐈𝐍𝐆 𝐏𝐀𝐑𝐀𝐃𝐈𝐒𝐄, heroes of olympusWhere stories live. Discover now