Capítulo 7

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ISABELA

A la mañana siguiente, desperté con el primer rayo de sol que se coló por una de las ventanas con mosaico. Me levanté trabajosamente por dormir encogida y me senté con la espalda recargada en la pared de piedra a observar los bultos bajo las sábanas de otras siete camas de la habitación. Me pregunté quiénes eran las personas con las que compartí habitación anoche y el porqué nadie había movido un músculo tras mi llegada. ¿Habían estado profundamente dormidas o prefirieron no asomar la nariz por temor a algún tipo de castigo?

La habitación tenía forma de bóveda. Con techo alto y pisos lisos. Y era tan fría, que la respiración creaba vapor. Por suerte, las colchas eran de lana gruesa. Era solo cuestión de tiempo para adaptarse a su textura. Conté cuatro ventanas con mosaicos color verde, azul y blanco, así como ocho pequeños cofres ubicados a los pies de cada cama y un crucifijo de madera y oro colgado en una pared lisa.

Me levanté de la cama lo más silenciosa que pude y me dirigí descalza hasta la ventana más cercana a mí. La entre abrí y me asomé, asombrándome de la gran altura a la que estaba del valle boscoso. Como si fuera una princesa encerrada en una torre.

Y entonces pensé en Fernando y en el temor que me producía la sola idea de que no viniera por mi a tiempo. Di un trago grande de saliva y me llevé ambas manos al pecho, tratando de evitar que mi cuerpo temblara. Tenía que ser paciente y confiar en él. Solo había pasado una noche y era posible que se hubiera retrazado en el camino. Inhalé hondo y me mentalicé. Debía ser estratégica y mantener la compostura para evitar levantar sospechas. Después podría reírme como una loca en cuanto estuviera cabalgando lejos de aquí.

De pronto, la ventana fue cerrada en mi cara y salté instintivamente hacia atrás. Una monja de mediana edad apareció en mi campo de visión y, por su expresión ceñuda, me dió a entender que ya estaba metida en problemas.

–¿Qué puede ser más importante que el rezo matutino, señorita...? –preguntó con voz ronca.

–Isabela –respondí.

Miré de reojo a mi izquierda, percatándome de varias jóvenes paradas a lado de sus camas, quienes trataban de contener su risa.

–¡Silencio! –ordenó la monja.

Y en el acto, todas las doncellas callaron. La monja volvió a mi y arqueó una ceja.

–Lo lamento–me incliné en una reverencia corta.

La monja resopló con cierta satisfacción.

–Arrodíllate como las demás –me ordenó.

Se retiró hasta estar frente al crucifijo y sacó un rosario de entre sus prendas color beige y blanco. Todas las jóvenes, de diferentes pieles y melenas, se arrodillaron frente a los pies de sus respectivas camas y juntaron sus palmas para dar inicio a la oración. Yo las imité y traté de mantener la mirada alta mientras tenía la cabeza gacha.

–Gracias, oh Señor y Creador nuestro, por un nuevo día –comenzó a orar la monja –... Por un nuevo amanecer y las nuevas oportunidades para liberar nuestras almas del mal y ser aquellas mujeres que tú, oh Bendito Padre, esperas de nosotras. En tu voluntad y bendita misericordia depositamos nuestras existencias y todo aquello que desees enseñarnos con tu conocimiento infinito.

–Gracias Padre por proteger nuestras virtudes –continuaron las doncellas al unísono–...y te pedimos que no nos desampares ante las tentaciones que puedan descarriarnos al camino del libertinaje y el poder. Pues solo tú, Dios Magno, eres el más grande entre todos los seres y solo tu puedes decidir sobre nuestros destinos. Amén.

Todas nos levantamos y la monja giró hacia nosotras. Aplaudió un par de veces y todas las doncellas procedieron a buscar sus ropas en sus respectivos baúles. En eso, entró la hermana Mariam con unas prendas dobladas y se acercó a mí.

Entre espinas negras y pétalos blancosUnde poveștirile trăiesc. Descoperă acum