Capítulo 4

48 5 4
                                    

ISABELA

Durante cuatro días y tres noches, Fernando y yo viajamos a pie por el bosque otoñal rumbo al siguiente poblado donde cambiaríamos unas cuantas joyas por comida, agua y quizá un caballo. Y para ayudar a que no pudieran reconocerme, me corté el cabello chino hasta los hombros con ayuda de una daga y me apliqué infusiones de romero y salvia dos veces al día para oscurecer el tono rubio cenizo. Color que me identificaba como miembro de la Casa Aranda.

Al caer la cuarta noche, Fernando y yo decidimos acampar. Acabábamos de cruzar los límites de las tierras de Aranda, por lo que podíamos darnos el lujo de encender una fogata para calentarnos y ya no solo valernos por el calor de nuestros cuerpos apretados. Buscamos un claro del bosque con piso estable, lo limpiamos de hojas y ramas secas y descargamos nuestras pocas pertenencias.

–Iré a cazar un rato. –dije.

–Entonces iré por algo de leña para la fogata. –respondió Fernando con tono cálido.

Yo asentí y tomé su arco y flechas.

–Asegúrate de traer un ave grande para asarla.

–Conseguiré mejor un conejo. –respondí.

Fernando sonrió.

–Nunca haces nada de lo que te digo. –negó con la cabeza.

–Lo hago siempre y cuando me beneficie–sonreí.

Me ajusté la capa y me adentré en el bosque.

–¡No olvides caerte unas cuantas veces para quitarte la piel de princesa! –gritó.

Yo me reí y solo levanté la mano izquierda en señal de despedida.

Una vez alejada del campamento, me concentré en buscar un rastro que me guiara a mi pequeña presa.

Desde aquel día que Fernando y yo nos conocimos, ambos fuimos cambiando y uniéndonos con el pasar del tiempo: Cada que yo caminaba cerca del atrio donde los caballeros entrenaban, Fernando se esforzaba al doble para demostrar lo fuerte o rápido que era en comparación con sus compañeros. Sus demostraciones de "mira que hombre soy" me parecían divertidas, por lo que no tardé en enviarle un mensaje por medio de Olivia para invitarlo a mis aposentos.

La primera noche, lo recuerdo bien, fue pésima. Fernando jamás había estado con una mujer. Mucho menos sabía cómo complacerme. Pero fue con el pasar de las noches que poco a poco aprendió y, cuando menos me di cuenta, nuestros cuerpos ya se habían sincronizado al punto de llevarnos al orgasmo al mismo tiempo. Era probable que Fernando hubiera aprendido revolcándose en los establos con alguna de las sirvientas para saber cómo satisfacerme y no perder mi interés.

Si bien mi plan original era tratarlo como un sirviente más de la casa Aranda que servía al castillo de día y a mis placeres de noche, su falta de modales cortesanos, su carisma, ingenuidad y sueños infantiles hacían que mi corazón se conmoviera. Poco a poco dejé de invitar a otros caballeros y sirvientas a mis aposentos. Sus lenguas, dedos y miembros erectos ya no me chorreaban como antes. Ni siquiera los grandes pechos de Ana María, mi sirvienta favorita, me eran suficientes. Mis sueños no tardaron en ser infestados por la presencia de Fernando. Y yo, en un intento desesperado por quitármelo de la cabeza, organicé una pequeña y muy discreta orgía. La experiencia fue deliciosa, pero no fue suficiente para dejar de desear solo a Fernando. Al final terminé rendida ante sus encantos y bellas demostraciones de afecto. Las pequeñas escapadas en el bosque. Los besos robados. Las flores que dejaba en mi almohada cada cierto tiempo.

–Enséñame a usar la espada. –le solicité un día que hacíamos el amor, recargados tras una de las torres de vigilancia.

A lo cual, Fernando accedió con gusto entre gemidos y suspiros. Y fue así como aprendí a manejar la espada, la daga y el arco con flecha. Cada que mis padres salían por asuntos reales, Fernando y yo nos escapábamos para practicar y revolcarnos de paso. También me enseñó a seguir un rastro, cazar, destazar animales y realizar nudos con la soga. Básicamente, Fernando me enseñó a ser todo aquello que había anhelado y que ahora intentaban arrebatarme...

Entre espinas negras y pétalos blancosWhere stories live. Discover now