Capítulo 5

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ISABELA

A la mañana siguiente me desperté un tanto entumecida. El cuerpo lo sentía pesado y tenía un poco de dolor de estómago. Estaba casi segura que esa mezcla rara de queso con conejo era la responsable de mi estado de salud.

Me levanté y caminé medio dormida hasta los restos de la fogata, buscando en mi bolsa la cantimplora de piel de oveja donde guardaba agua para mi aseo personal. Vertí un poco en mis manos para lavarlas de la mugre y después mojé un pequeño paño para limpiarme el rostro. Respiré hondo y me quedé arrodillada con los ojos aún cerrados. El agua fría y el viento en mi rostro eran toda una delicia matutina y decidí mantenerme así hasta que el agua se secara.

Cuando abrí los ojos, me di cuenta que Fernando no estaba en el campamento. Sus cosas tampoco estaban y no había rastro que seguirle. Mi corazón empezó a latir con fuerza y me costaba trabajo respirar. ¿Se había ido sin mí?

Me levanté de un saltó y la rabia se apoderó de mí. Comencé a patear las hojas caídas y aventé piedras por todos lados.

–¡Maldito hijo de asno leproso! ¡Me dejó aquí! –grité.

– ¿A quién maldices tanto? –escuché de pronto.

Me giré a la derecha y apareció Fernando, quien traía hongos y hierbas, supongo que para cocinar. Y yo, sintiendo un profundo alivio, corrí en su dirección y le abracé del cuello. Fernando se quedó pasmado y yo apreté los dientes para no llorar.

–¿Qué ocurre, Isa? –me preguntó suavemente, rodeándome con sus brazos y dejando caer la comida.

–Por un momento creí que me habías abandonado aquí.

Fernando me abrazó con más fuerza.

–Jamás te dejaría sola en un lugar tan peligroso. Yo siempre voy a ver por tu bien.

–¿De verdad?

– De verdad.

Sonreí y me relajé, sintiéndome segura en los brazos de mi amado. Era verdad, Fernando jamás me abandonaría. Podríamos no estar de acuerdo en algunas cosas y disgustarnos, pero no seriamos capaz de traicionarnos. Nuestro amor era real y sincero. Y mientras estuviéramos juntos, el mundo no importaba...

–¡Aquí están! –se escuchó de pronto.

Y, en cuestión de segundos, fuimos rodeados por varios caballeros montados a caballo con los colores de la Casa de Aranda. Yo me separé de Fernando y, de pronto, él me sujetó de la muñeca con fuerza.

–¿Qué haces? –pregunté, alterada. –¡Suéltame!

Pero Fernando no obedeció. Su rostro se había ensombrecido y ahora era alguien que no conocía. Me jaló y yo puse resistencia, enterrándole las uñas en la mano. Luego escuché unos últimos galopes y llegaron al claro mi padre y mis dos hermanos.

–Bien hecho, Fernando. –dijo mi padre con orgullo.

Fernando asintió y levantó el mentón. ¡¿Qué rayos acababa de pasar?!

–Súbanla al caballo. –ordenó mi padre.

Los hombres asintieron y se acercaron a mí. Yo me retorcí y traté de liberarme de sus manos.

–¡No! –grité. –¡Suéltenme! ¡Les ordeno que me suelten, ahora!

Pero ninguno de los caballeros me hizo caso.

–¡Fernando! –le llamé, asustada y completamente en shock.

Pero tampoco me dirigió la palabra. Simplemente subió a uno de los caballos y partió en dirección a las tierras de Aranda. Los hombres de mi padre me amarraron las manos con una soga y me subieron detrás de Rogelio.

Entre espinas negras y pétalos blancosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora