Capítulo 6

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ISABELA

–Señorita–escuché una voz lejana. –Señorita, ya es hora.

Abrí los ojos y respiré profundo.

–Vamos, señorita–era la voz de Matilde–Tenemos pocos minutos para alistarla antes de partir.

Asentí y me levanté. Matilde abrió las cortinas y los primeros rayos de sol se colaron por la ventana, iluminando de naranja y amarillo mi habitación.

Me puse frente al espejo de cuerpo completo y miré mis ojos hinchados por haber llorado hasta quedarme dormida. Apreté la mandíbula y los puños.

–¿Mi señora?

La ira por ver mi rostro en ese estado deplorable y vergonzoso cobró fuerza y le dí una patada al espejo, arrojándolo al suelo y haciéndose añicos.

–Que me traigan agua fría para lavarme el rostro–ordené.

Matilde hizo una reverencia corta y salió de la habitación. Por mi parte, esperé sentada en el pequeño sillón cercano a mi ventana, crucé la pierna y apoyé la mandíbula en los dedos de la mano derecha. Me acaricié los labios y observé mi alcoba por última vez, recordando todas las noches de pasión entre Fernando y yo. Los besos, las caricias y las promesas de amor.

–¿Realmente me has traicionado, Fernando? –murmuré con el corazón encogido.

Las lágrimas quemaron mis ojos, pero no las dejé salir. No podía permitir que nadie me viera en ese estado tan lamentable.

Inhalé hondo y me peiné el cabello hacia atrás, viniendo de pronto a mi mente una pequeña posibilidad: ¿Y si en realidad Fernando planeaba escapar conmigo, antes de llegar a Santa Coleta? De ser así, estaríamos muy lejos de las tierras de Aranda y mi padre no podría darnos alcance. ¡El plan era perfecto!

Me levanté como un resorte y recobré el buen humor. Fernando era listo y, seguramente, había previsto que fueran a darnos alcance. Tendría sentido que fingiera estar del lado de mi padre para no levantar sospechas. ¡Era brillante!

Matilde llegó con un cuenco con agua y se sorprendió al verme con tan buen humor. Yo me lavé la cara, recobrando la frescura de mi piel joven. Y dejé que Matilde me pusiera el vestido, el tocado para cubrir mi cabello y la capa con sus hábiles manos.

Media hora más tarde, fui escoltada por Matilde y dos soldados hasta la entrada del castillo. Cargaron el carruaje con mis pertenencias y yo miré a mi alrededor. Nadie de la familia o la servidumbre estaba ahí para despedirme o darme una última indicación. ¿Mi castigo por la "desobediencia"?

Tampoco vi a Fernando entre el grupo de cinco caballeros que me llevaría a Santa Coleta. Quizá su plan era darnos alcance antes de llegar al internado para así escapar y no arriesgarse a ser descubierto desde un inicio.

–Es hora, señorita Aranda–dijo Joaquín, extrayéndome de mis pensamientos.

Asentí y tomé la mano que me ofreció para subir al carruaje de madera. Me acomodé y miré por la ventana para echar una última vista al lugar que un día consideré mi hogar. Uno de los caballeros dio la orden y la carreta se movió.

No mentiré. Sentí el corazón estrujarse en mi pecho al ver como partía de forma silenciosa e incluso insignificante. Cuestión que me hizo sentir sola. ¿Tan poco importaba en esta familia como para semejante desdén?

Me enjuagué rápido los ojos con la yema de los dedos e inhalé hondo un par de veces para calmarme.

–Todo estará bien–me susurré a modo de consuelo.

Entre espinas negras y pétalos blancosWhere stories live. Discover now