Capítulo VIII

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Érase un día de invierno, no cualquiera, uno de los más fríos. El blando granizo caía desde el cielo grisáceo de un día entristecido, un día donde alguien le tocaba partir del mundo terrenal, aunque no debiese llegar aún su hora. En uno de los tejados, se encontraba un joven hombre que ignoraba desde el viento más fuerte hasta la bulla de los cuervos cantar la melodía creada por la mismísima muerte. Alguien iba a morir hoy. Lo sé, porque hay un rifle apoyado en la pared cerca de él.

Sus oídos prestan atención al entorno. Los cuervos dejaron de cantar; el viento cesó. A varias manzanas, la puerta de un edificio se abrió.

El hombre frunció el ceño. Puso la rodilla sobre el suelo. La otra rodilla la pegó contra la pared. Varias personas salían de la entrada: hombres bien uniformados, con elegantes atuendos de la época, y bellas mujeres con los labios resaltantes.

Colocó el rifle en posición: esperó. La gente iba saliendo: comenzaron a salir oficiales y generales. Estaba por llegar la hora.

Estaba calmado. No titubeaba, no tenía miedo de disparar. Ya había hecho esto varias veces, no tenía que temer a nada. Estaba todo calculado: solo quedaba escuchar la explosión del rifle.

El disparo salió. La gente se alarmó. Las mujeres gritaron alarmadas por ver tanta sangre. Los hombres más jóvenes huyeron despavoridos en busca de ayuda; los oficiales y generales protegieron a sus esposas hasta llevarlas a un lugar seguro. Pensaron que no se había terminado, pero para el hombre responsable sí. Los cuervos salieron volando y cantando el desfallecimiento del pobre hombre; el viento volvió a sonar con mucha más fuerza; y él se levantó y observó apagadamente lo que había ocasionado. Lo que le tocaba ver cada día de trabajo.

...

Virginia, Estados Unidos, 18 de marzo de 1956

Yacía el frío al exterior de la enorme fortaleza de figura pentagonal. Cinco filas de ventanas cubrían cada lateral de la estructura. En cada piso, se disipaba un ambiente diferente que medía el nivel de cordura de las personas, desde lo bajo hasta lo alto.

Dos policías, de miradas recias, subían las escaleras sin apresurarse demasiado. Sabían que cada piso que subían llegaba a ser más peligroso que el anterior. Pero nunca se detuvieron, incluso cuando llegaron a la última planta, el piso donde habitaban las pesadillas de otros hombres que se veían igual a ellos, pero ya faltos de cordura y clamando por satisfacer sus más oscuros deseos.

Las pisadas de los uniformados llegaban a ser fuertes. Lo sabían, pero aún así, continuaron caminando sin tomarle importancia a los gritos de los más salvajes y voraces del lugar, quienes golpeaban celdas y arañaban paredes con demasiada necesidad de salir a cazar. Los policías, con las manos detrás y sobre la cadera, siguieron caminando, pero su recorrido terminó cuando se detuvieron.

Estaban frente a frente con una celda como todas las demás. Ellos sabían quién era la persona que dejaron en ese calabozo. Lo sabían. Y, sin titubear, uno de ellos la abrió con una llave.

El preso estaba de rodillas ante una pequeña abertura en la pared. Corrió la suerte de tener una ventana disponible, aunque no fuese la más elegante. El sujeto carecía de una espalda perfecta: no era un atleta. No tenía un cuerpo esvelto: no era un peligro. ¿Entonces qué hacía ahí? Su oído derecho vibró, y se giró ante los presentes. Era delgado, como un alfil de ajedrez. Tenía largos dedos en ambas manos, buenas para alcanzar objetos a mayor distancia. Pero lo que más destacaba de él, era su felina mirada, la mirada de un cazador. Aunque no tuviera el poder de un leñador, en él, estaba el alma de un asesino sin sentimientos.

Se levantó, con el cabello negro despeinado y los hombros encogidos. Miró a los guardias, con una mirada que expresaba tristeza y soledad. Vio a los presentes uniformados poner un pie al costado, y llegó a notar que algo más que ellos había venido hasta él: una silla de ruedas y dos guardias esperaban en su delante.

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⏰ Última actualización: Oct 23, 2023 ⏰

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