Capítulo I

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Recuerdo aquel día, como si hubiera ocurrido ayer. No podía moverme; el pánico viajó como una corriente paralizante por todo mi cuerpo. Estaba dispuesta a salir corriendo de aquella habitación lo más rápido que pudiera, pero mis piernas no funcionaban. No sabía si lo que veía, con mis ojos, era cierto o no. Pero se sentía tan real. Con solo abrir una puerta, pude ver la herencia de una guerra devastadora. Toda la habitación, amplia y oliendo a putrefacción, estaba lleno de cadáveres metidos en bolsas negras. Me imaginaba cómo estuviesen por dentro. Este no era el momento para que una niña de mi edad viera el causante de su mayor miedo: la muerte. Sentí que mi cuerpo helado se liberaba poco a poco del hielo que me impedía moverme. Mi pie derecho fue el primero en dar un paso más en la sala. Sus nombres, escritos en un papel blanco, con toda la información necesaria para saber quiénes eran, estaban adheridas con cinta en la parte delantera. Mi corazón latía más deprisa, con cada paso que daba, una voz me decía que no avanzara más. Pero me invadía la curiosidad.

Mi propia consciencia me dijo que me detuviera. Le hice caso. Miré a mi izquierda para contemplar lo que me resultaba difícil de presenciar. Los nombres y apellidos de mi padre estaban escritos al frente mío: estaba muerto. Al instante, caí de rodillas sometida ante la muerte, mis ojos se llenaron rápidamente de agua. Aquel día quedaría grabado en mi memoria para hacerme recordar por siempre esa terrible experiencia. El grito desgarrador, escuchado por los largos pasillos del hospital, fue la manera de expresar el enorme dolor que sentí por haberlo perdido, y por saber que jamás lo vería a mi lado.

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Virginia, Estados Unidos, 13 de marzo de 1956

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Años anteriores, a pesar de lo incómodo que resultara ser la nieve, las personas tenían más confianza a salir para divertirse afuera de sus hogares. El trabajo también era otro motor que movía a las muchedumbres en un día tan frío pero refrescante. Aquellos días cayeron en el olvido: las personas ya no confían en sí mismos ni en las demás, la nieve resultaba ser excelente escondite para que un nazi o un soviético te saltara encima y te apuñalara las veces que quisiera, y los nuevos estatutos de una sociedad, respetando la nueva vida, causada por la autarquía, hacían de las calles un lugar más tenebroso, donde era necesario ir con varias personas para poder enfrentar a un grupo que pensara distinto de ti.

Julissa podía contemplarlo todo lo anterior, desde el vehículo amarillo en el que iba. La expresión en su rostro solo demostraba estar decepcionada por cada día de una sociedad sometida a las reglas estrictas impuestas por tres superpotencias que gobiernan sobre la Tierra, con su temible poder militar. Mantenía la esperanza de que algún día todo lo que veía a su alrededor se acabaría.

El conductor manejaba con un rostro sudado. Una pequeña gota de mucosidad colgaba del orificio derecho de su nariz. Estaba tan aterrado que desearía, y suplicaría, a su pasajera que cambiara de ruta lo más pronto que pudiera. Las personas le tenían miedo a las entidades que trabajaban para el gobierno, ya que podrían tomar decisiones que afectaran la vida de toda una familia completa.

Los cuervos, parados en las ramas de árboles consumidos por la nieve, y mirando inquietamente a sus alrededores, contemplaban al único transporte que pasaba por aquella autopista lejos del tráfico y de la vitalidad. El conductor, con esperanzas de sobrevivir, respiraba agitadamente; su dióxido de carbono pronto se esparciría a toda la parte posterior de su pequeño taxi.

Julissa alejaría su vista de la ventana; y su mirada que dejaba ver su abandono se detendría en su cartera, del mismo color que el ébano, un tipo de árbol que predominaba en los callados bosques del norte. Ella cogería el pequeño espejo que guardaba, y dudaría en verse a sí misma; su inseguridad estaba penetrando en su débil alma. Daría un determinado parpadeo. Sosteniendo el espejo en su mano, verificó si sus labios estaban correctamente pintados por aquel labial extraído de un río donde vacilaba la sangre, pero también abrirían las puertas que exhibirían todos los rasgos de su inocente rostro: sus mejillas, anaranjadas como las de dos melocotones, perdían su volumen hasta caer en su mentón, caracterizado por verse como una pirámide con la punta en el suelo; la tonalidad de su piel era tan similar al café y tan cercano a la claridad de la luz; sus ojos marrones en forma de almendra era el detalle más destacable que cualquier hombre pudiera ver en una chica simpática y carismática (supuestamente); su nariz estaba muy junto a su rostro: el dorso caía como tobogán, la punta se encontraba hundida y cercana a su boca, y el asa solo disponía de un pequeño volumen; y su corto pelo marrón, lacio, y fácil de mover, le quedaba hasta el final de su delgado cuello.

LOS TRES IMPERIOSWhere stories live. Discover now