Capítulo VI

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Soledad. En la absoluta soledad se hallaba el hombre sentado en el sillón. Muchos lo veían como un heroico vencedor astuto y comprometido a defender los intereses de su nación; otros, como un despiadado genocida que nunca se disculpó luego de haberse llevado tantas vidas inocentes a la tumba. No sentía pena por aquellos a los que asesinó, de hecho, no sentía nada por las personas luego del trágico incidente que partió su mundo interior en dos; alguno de ellos estaba decidido a vencer, una lucha a muerte por el alma del sujeto se libraba en el interior, eso muy pocos lo notaban.

Por encima de los rieles, los vagones eran transportados a una velocidad inalcanzable para los pocos animales que habitaban cerca de la zona. La bestia locomotora se ocultaba en varias ocasiones entre los muertos bosques de invierno y, rara vez, se le veía cruzar los desiertos blanquecinos donde el granizo había caído con fuerza en cantidades inimaginables. Estaba helado allá fuera y adentro también: los pocos soldados que acompañaban al señor Friedrich se frotaban las manos y se abrazaban a ellos mismos, pensaban que se congelarían al igual que los hombres, antes joviales y orgullosos, ahora inexpresivos y perdidos, que lucharon codo con codo en Stalingrado, un completo cementerio convertido ahora. No obstante, el alemán de uniforme gris, quien soportaba mejor el helado clima, sabía que este frío era la media parte de lo que sentía allá cerca a los Urales.

En el vagón de atrás, el señor Friedrich se había subido la máscara dejando ver su rostro en desolado lugar por el que nadie tenía permitido cruzar, toma del último sorbo de su café y baja la taza vacía directo a la mesa. Por último, se limpia con la servilleta de su lado derecho y se baja nuevamente la máscara sin dar a conocer a los lectores y al autor sobre cómo en realidad era el rostro que ocultaba a los demás. Él suspira.

Escucha la puerta detrás suyo abrirse con lentitud, y despertando a un relajado hombre con un corto chillido; el bastardo que ingresó había corrido la suerte de haber llegado a la hora en punto que el señor Friedrich le había indicado, si no hubiera sido así, la vida del pobre hombre habría culminado con una verdad en la garganta.

El señor Friedrich olfateó el miedo del intruso y percibió sus lentos pasos dirigiéndose hacia él.

—Espero que sean buenas noticias.—con el tobillo sobre su rodilla izquierda, el señor Friedrich se manifestó con una gruesa voz.

El alemán de uniforme gris, guía de los peones alemanes que solo obedecían sus órdenes y las del amo, le entró un escalofrío a todo su cuerpo y se quedó paralizado de inmediato. A los pocos segundos, expresando su lealtad, librándose de las cadenas de la parálisis, se para firmemente y estira su brazo derecho hacia arriba deseando los buenos días al señor Friedrich, a quien poco le importaba que el hombre saludara.

—Hail Hitler, señor Friedrich—el hombre sentado no lo interrumpe—, he logrado comunicarme con el señor Himmler en Viena. Se encuentra esperando en el teléfono.

El señor Friedrich golpea, con potencia, la mesa con la palma derecha de su mano, se levanta y se da la vuelta viendo al alemán con cara de preocupación. El miedo del alemán incrementó tan rápido como la velocidad de su sangre en las venas: el señor Friedrich lo mira introduciendo el miedo sobre el alma aterrada del inferior.

—Muchas gracias por avisarme.—el señor Friedrich menea la capa debajo de su cintura y se retira sin decir de más.

Abre la puerta de salida con fuerza dejando penetrar el frío torrencial a su cuerpo que poco podía hacer para convencerlo de regresarlo al vagón en el que había estado. Manteniendo el equilibrio, lanza su pierna al otro lado y el viento lo empuja hacia adelante para que no cayese en los rieles de un tren en movimiento. Luego, abre la siguiente puerta hallándose frente a frente con un soldado que paso a retirarse de inmediato por la potente ventisca que dejó ingresar el señor Friedrich y, además, con el teléfono cuyo auricular estaba puesto sobre la mesa.

Friedrich se acerca y entiende que, al colocar el auricular sobre su oído, comenzaría una conversación entre los más grandes líderes influyentes del partido que ataba los pies de una Europa devastada; voz con voz chocarían; personalidad con personalidad coincidirían en varias cosas: sin temor, él contesta.

—Hail Hitler, señor Himmler, estaba esperando hablar con usted.

He estado muy ocupado con asuntos que me correspondía resolver. Dígame, ¿disfruta del clima en Ankara?

—Resulta ser más agradable de lo que yo había esperado.

El alemán entra al vagón y cierra la puerta.

Supongo que sigues preocupado por dejar dos víctimas de guerra en la capital, ¿no es así? No necesitas preocuparte más, acaban de informarme que ese asunto ya está arreglado. Es bueno que hombres al igual que usted hagan un bien para Alemania, para esta gran nación que necesitamos mantener.

—En verdad, no estaba tan preocupado de que me culparan—el señor Friedrich mira a través del húmedo cristal del que nada se podía ver: pasa su mano sobre este y ve el exterior. Solo avista blancos árboles, ninguno diferente.—. Imagínese el gran problema que se hubiera producido si no hubieran escondido las pruebas.

—Es cierto—Himmler miró a la Berlín urbanizada y bella ante sus ojos, alejada de ser la habitual y desordenada Nueva York de los Estados Unidos—, en la actualidad, tenemos tantos enemigos que todos nosotros demoraríamos meses en contarlos. Puedo saber cuándo volverá a Alemania.

—Regresaré con mi esposa, en un par de días.

—Bien, ¿cómo se encuentra ella, señor Friedrich?

El silencio apareció de pronto: el señor Friedrich había permanecido callado hasta librarse de malos pensamientos y, a su vez, de los buenos y disfrutables momentos con aquella bella mujer que a los hombres ponía dudosos de sus relaciones.

—Señor Friedrich...¿Está usted allí?

—Descuide, ella se encuentra bien.

—¿Seguro? Puedo preguntarle a uno de mis hombres si ella se encuentra bien.—regresa lentamente al escritorio de su amplia oficina.

—No es necesario, sé que ella puede defenderse por cuenta propia.

Himmler se queda en seco y retoma la conversación.

—Bien, espero que vuelvan lo más pronto a Berlín. Nuestro Führer estará esperando su respuesta para la reunión.

—¿Reunión? Si hablas de la celebración día del Führer, ese día cae en abril.

—No hablo de eso. Esta guerra silenciosa, sin armas, sin muertes, le está costando al país mantenerla. Alemania no tiene los suficientes fondos como para continuarla. Debemos decidir el futuro de la nación y de Europa, señor Friedrich, debemos alejarla de las garras ambiciosas de los americanos y de las uñas bolcheviques. ¿Me entiende, verdad?

—Sí—alza la mirada que la tenía en el suelo y ojearía una vez más el boscoso y frío exterior—, pronto estaré allá.

—Perfecto, señor Friedrich, estaré esperando su llegada.

El sanguinario Himmler corta inmediatamente sin intenciones de alargar la conversación.

El señor Friedrich escucharía el bajo zumbido que salía del auricular, se lo retiraría de su máscara y lo miraría fijamente sin liberar estado de ánimo alguno. Se queda congelado durante unos segundos y deja reposar el auricular sobre la mesa.

Acercándose más a la ventana, en ella detiene su mirada: alguien lo critica, solo él puede saber de quién se trataba, y no, no era el alemán a sus espaldas.

—Señor Friedrich, desea que le consiga un avión a Berlín.—el alemán preguntó algo temeroso.

El señor Friedrich no devolvió la mirada en ningún momento, solo veía los mismos árboles con cada segundo que pasaba en el tren.

—No, consígame un viaje a Bagdad—contestó con imponencia.—. Sea rápido, por favor.

—Está bien.—confundido y tembloroso, obedece la petición de su amo y se larga con el deber en su mente.

«No intervengas.», dijo el sombrío ser a su propio reflejo de la ventana y se marchó sin antes haber movido la cola de su largo saco.

Continuará... 

LOS TRES IMPERIOSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora