La sala de lectura

12 0 0
                                    

Sobre las 5:45, y tras su magistral y efectiva actuación, Carolina salió de la oficina de Luz Divina rumbo al comedor para el control de la cena de los pacientes bajo su responsabilidad. Cuando todos los internos cenaron y se retiraron a su descanso, ella retornó al Pabellón B, al tercer piso, a su sitio de trabajo. Allí asumió su puesto durante el turno nocturno, no sin antes pasar por la celda en la cual permanecía Rodrigo para confirmarle, mediante un susurro, que estuviera listo esa noche, a la hora acordada, para su rescate y evasión, aunque con el plan algo modificado.

Al salir de la celda de aislamiento, Carolina irradiaba seguridad. Así quedó registrada en el panel central de cámaras. Por orden del jefe de seguridad, ella era objeto de un seguimiento estrecho desde hacía pocos días, por el cambio que tuvo de actitud. Ahora se le veía más sonriente, más feliz que antes. Hasta se le escuchó tararear algunas canciones románticas. Lo que antes: ¡nunca!

Carolina confiaba en que esa noche lograría su objetivo: rescatar a Rodrigo y evadirse con él de aquel sitio apestoso. Aunque era consciente de que ahora lo tenía que hacer sola. Sin el concurso del ingeniero Venegas, tampoco del sargento Rodríguez. Tenía que modificar el plan de manera radical. No contaría con el corte de energía, ni con el incendio y la algarabía, mucho menos con las celestinas sombras. No había quién neutralizara las cámaras de monitoreo y vigilancia. También sabía que le haría inmensa falta el apoyo humano para la rápida y oportuna apertura de las puertas del garaje.

Pese a ello, no le quiso decir a Rodrigo que el plan inicial que le comentó esa mañana sufriría una variante, además, muy arriesgada, pero que implicaba una operación... Quizá tan elemental como efectiva, pensó al recordar que meses atrás, cuando fue reentrenada, junto con otros asistenciales para afrontar posibles emergencias provocadas por incendios, explosiones, sismos o riesgos similares y así poner a salvo a los internos durante un posible evento real, ella notó, y nunca informó, una falla en la seguridad. Una salida potencial que, si algún curioso y detallista paciente descubría, podría, si quisiera, fácilmente alcanzar la calle sin ser detectado de inmediato.

Si ella lo intentaba, si utilizaba ese camino, solo tendría que llegar con su rescatado al costado norte del primer piso, tratando de no dejarse ver, o por lo menos, no llamar la atención del guarda que controlaba las cámaras. Que, en aquella primera planta, recordó, enfocaban, en particular, los puntos estratégicos como el ingreso de urgencias a través de la pesada puerta eléctrica de cristal grueso, la salida hacia el patio interno y la acaracolada y amplia escalera principal que daba acceso al segundo piso.

El monitoreo con el sistema de control remoto era muy deficiente por el lado de la angosta, incómoda y poco transitada escalera lateral que facilita el paso de emergencia y suministro de medicamentos entre la entrada interna de la farmacia, en el primero, y el poco y casi nunca usado salón de lectura, en el segundo.

En el primer piso de esa ala, ese control se hacía de manera tangencial por una de las cámaras cuyo énfasis de cobertura estaba enfocado en la nave central de la rotonda. En el segundo piso, esquina norte, tal área estaba totalmente desprotegida. No se monitoreaba. Carolina lo verificó esa vez, además de habérselo escuchado en alguna oportunidad al ingeniero Venegas quien, junto con el arquitecto José Salguero Angulo, hizo inteligencia cuando se planearon las neutralizaciones de Luis Fernando, Ignacio José y el doctor Sarmiento.

La farmacia tenía dos frentes de atención de usuarios y suministro de medicamentos. Durante el día se despachaba por una ventana que daba al antejardín del edificio, contiguo a la acera exterior, adecuado para esa improvisada labor. Por ahí se entregaban las dosificaciones ordenadas tanto por consulta externa como para los pacientes que obtenían salida y requerían medicación.

La ventana, al terminar la jornada, se cerraba desde adentro y era asegurada con dos pasadores, cada uno con un candado de mediana seguridad, muy económicos, y al parecer fáciles de abrir. Las llaves eran siempre dejadas en una gaveta del escritorio del farmaceuta. La puerta de la farmacia, con acceso a un rincón de la rotonda del primer piso, igualmente con un sistema de seguridad muy modesto, estaba dividida por la mitad.

Durante el día, la parte superior de la puerta hacía las veces de ventana dispensadora para la entrega de los medicamentos que las asistentes solicitaban por orden médica (fórmula), o para surtir los botiquines de cada piso. En la noche se cerraba la ventana, la puerta y las rejas de las gavetas-depósitos, y se dejaba una reserva estratégica principal inventariada y disponible de medicamentos de alta rotación. La llave de la puerta se le entregaba a la enfermera jefe de turno, para que hiciera los suministros que llegara a necesitar algún paciente, de no haberlos en los botiquines de cada pabellón.

Así las cosas, concibió Carolina, el meollo del asunto era, entonces, tras la recogida y apagada de luces, llegar hasta la celda de aislamiento en donde estaba Rodrigo. Disfrazarlo de asistencial y de inmediato desplazarse junto con él, con cautela, desde el cuarto hasta el segundo piso, evitando al máximo ser vistos por las tres cámaras ubicadas a lo largo de ese recorrido, aprovechando la escasa iluminación y los puntos ciegos detectados también por el ingeniero Venegas y el arquitecto Salguero.

Ella esperaba llegar con su liberado hasta la sala de lectura en donde comienza la escalera auxiliar que los llevaría hasta la puerta de la farmacia en el piso inferior y, una vez allí, con una ganzúa maestra que le facilitó previamente el sargento Rodríguez, franquear la chapa de la puerta, entrar al recinto, conseguir las llaves de la ventana y salir, quedar libres.

¡Sí! Ese era el nuevo plan, el de ella, el de Carolina, el que puso en ejecución esa misma noche.

Tras la recogida a las nueve de la noche y la posterior apagada de luces en pasillos y áreas comunes por parte de la seguridad de la clínica desde el panel maestro de luminarias, cámaras y pantallas, Carolina se desplazó hasta el cuarto piso. Llegó a la celda de aislamiento en donde ya la esperaba Rodrigo. De inmediato se colocó el uniforme de auxiliar de enfermero que le llevaba su rescatadora.

Tras darse un sonoro y muy afectivo beso, ella le dio el gotero con el saldo de la Acibricina que esa tarde le alcanzó a entregar el sargento Rodríguez, antes de su aislamiento. El suyo lo mantenía bien resguardado en su armario. De allá solo salió, una semana después, cuando el sargento Rodríguez logró ubicarlo y rescatarlo.

Rodrigo recibió y mimetizó el gotero en uno de los bolsillos del uniforme y emprendieron sigiloso desplazamiento, tal y como ella lo concibió esa tarde, hasta cuando llegaron a la escalera auxiliar, anexa a la sala de lectura...

Ahí fueron interceptados por la propia Luz Divina, quien los estaba esperando. La Víbora exhibía una sonrisa enferma y malévolamente triunfal, como se le alcanzaba a percibir en la penumbra. Iba acompañada y respaldada por el jefe de seguridad de la clínica y tres de sus vigilantes de mayor confianza, también, como él, agentes de la GCC encubiertos en la empresa de seguridad privada institucional.                          

Enfermos del almaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora