El submundo

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Después de haber escuchado la historia de Carmenza, esa tarde de aquel abrileño miércoles, Rodrigo García Ronderos cruzó por primera vez, más no última, la pesada puerta de vidrio del manicomio. Esta era controlada mediante un sistema electrónico por la secretaria recepcionista asignada al servicio de urgencias. La misma que le ordenó que siguiera, que ya Carolina lo iba a conducir al Pabellón B de Siquiatría.

Ahí, en ese momento, tras cruzar la puerta, Rodrigo se encontró, frente a frente, con el submundo y los padecimientos de las personas internadas en una institución concebida para tan lamentables menesteres.

Eran las cinco y cinco de la tarde y aquel día aciago buscaba, a toda prisa, refugio en lontananza.

Tan sombrío e impactante paisaje social le propició un golpe indeleble e inmediato a la introspección del novel paciente siquiátrico. La mirada pérdida, sin consuelo, de algunos de los internos; de dolor, de aquellos otros; de curiosidad e inquietud sedada, de los demás; pero, fría, sin amor ni esperanza en casi todos ellos, le crispó el aliento, le erizó la piel.

Esta vez, y sin buscarlo, pretenderlo o simularlo, inconsciente, las pupilas de sus ojos se expandieron. Se dilataron tanto que por algunos segundos su visión no percibió coloración alguna. Se le tornó, por un momento, monocromática. Durante un lapso de al menos tres minutos Rodrigo solo vio, solo percibió matices grises degradados en profundidad. El aire que exhaló de sus pulmones, con síntomas de hiperventilación, tenía un viscoso sabor a cáscara de zábila, un olor a flor de cactus, así como un inexplicable, innatural color magenta. Como de sangre derramada. Y tan caliente al tacto que le alcanzó a sollamar sus fosas nasales.

Voces y murmullos, indeterminados, originados en el patio de internos y en la rotonda del primer piso en donde desemboca la acaracolada escalera que comunica con las plantas superiores, se fraguaron en una orgía disonante que impactó y agredió su sentido de la escucha. A Rodrigo le pareció que aquel ruido como que se alargaba, como que se aletargaba, haciéndose cada vez más ininteligible, quejumbroso, fantasmagórico y lejano, transportado por una azufrada, densa fragancia, emanada, transpirada, de los cuerpos medicados de los ambulantes y enajenados pacientes.

Medicación aquella que, en consecuencia, y como efecto colateral, los torna temblorosos y fácilmente deleznables, concluiría Rodrigo tiempo después.

Intrahospitalaria esencia que al irrumpir por sus socarradas fosas nasales le distrajo, además, su sentido del equilibrio durante unos seis interminables microsegundos. Razón por la cual, por instinto, pretendió alcanzar una silla cercana para sentarse y no caer al duro y jaspeado mármol que ornamentaba el piso, que en ese instante el paciente en ciernes sintió y vio que se movía. Acción de sostenimiento a la que prestó apoyó Patricita Pombo de Guzmán.

Aquella sesentona y galanamente vestida mujer seguía con atención sus movimientos desde cuando Rodrigo traspasó la puerta de cristal, impactada por la elegante y fina indumentaria del nuevo huésped que acababa de llegar a su ideado, a su fantaseado hotel de cinco estrellas. Podría decirse que, incluso, Patricita le alcanzó a leer sus atribulados y confundidos pensamientos. Estos, y durante aquellos instantes, también instaron abandonarlo. Sin embargo, los recobró tan pronto un exquisito olor a fresco pan francés agradó su olfato, en el instante cuando aquella mujer lo tomó del brazo izquierdo y lo ayudó a sentarse en una antiquísima silla isabelina dispuesta en la rotonda. Mujer que de inmediato le fue diciendo que no le fuera a pedir pan, su tesoro más preciado. Que tal amasijo solo era para ella. Que por más que le insistieran, con nadie compartía la fina producción de su importante empresa panificadora de reconocido prestigio y cobertura nacional. Y, mucho menos, con desconocidos, que a lo mejor osaban llegar hasta su fortificado hotel, buscando quedarse con toda su fortuna.

Rodrigo no entendió, en ese momento, nada de lo que Patricita le dijo. Tampoco, lo que le siguió parloteando durante al menos cinco minutos, ahí, sentada en el brazo de la silla, mientras él se reponía, o instaba reponerse, del impacto que le causó el ingreso a tan excéntrico, y nunca por él imaginado escenario. Desde luego, y pese al antojo por el pan que devoraba la pintoresca, elegante y famélica mujer, muy bien vestida, Rodrigo no intentó pedirle nada, aunque su estómago, huérfano de alimento durante ese día, se lo suplicaba con fieros gruñidos gástricos.

Poco tiempo después Carolina se hizo presente en la rotonda. Era la enfermera asistente del piso al cual fue asignado Rodrigo. Al ver al nuevo interno, su nuevo paciente, lo llamó por su nombre y le indicó, de manera afable, que la siguiera hacia el tercer nivel del Pabellón B, para hacer el respectivo registro y ubicarlo en una habitación. Desde luego, y sin proponérselo, así lo consideró Rodrigo, Carolina no dejaba de observarlo y tratarlo como a un paciente siquiátrico. Era obvio. Para ella, él era otro más entre tantos que ingresaban a diario a su sitio de trabajo. Rodrigo, muy pronto, entendió la situación y comportamiento de la enfermera, no sin que lo impactara y afectara... ¡hondamente!

Con la ayuda experta y serena de la joven y bonita enfermera, Rodrigo eludió, durante el recorrido por las escaleras y la rotonda del segundo nivel, a cinco o seis internos que se le acercaron para tocarlo, para olerlo, para balbucearle cosas que en esos atribulados momentos él no entendió, o no quiso entender... o le dolía entender.

Una vez en el recibidor del tercer piso, Carolina le preguntó si traía cortaúñas, elementos cortopunzantes o artefactos eléctricos con cables, como el cargador del celular. Enseres estos, le explicó la enfermera, que por seguridad de los internos no se les permite mantener. Rodrigo manifestó no llevar nada de eso en sus bolsillos. Aclaró que en la maleta que le iba a traer Olga, su empleada, venía el cargador del celular, sus estuches de afeitar y de acicalamiento personal, así como su loción y colonia Aramis. Aprovechó y le pidió a la enfermera, de antemano, que se los dejara tener. También le solicitó, con calculada afabilidad, que le permitiera estar solo en una habitación, así tuviera que pagar el precio que fuera por tal deferencia.

Y así se lo facilitó Carolina, sin costo adicional, pues desde el mismo momento que lo vio, Rodrigo le causó una extraña y oculta admiración. Una singular simpatía y, en ese momento, después de esa breve interacción, una percepción distinta en relación con el común de los pacientes que ella había atendido hasta entonces en ese y otros manicomios.

Este hombre está enfermo de amor, y no de estrés laboral como dice la orden de hospitalización. Sufre de un extraño y oculto apego. Es víctima de un terrible e incurable desencanto afectivo, que, de no solucionarlo, de no superarlo, le va a erosionar el alma, se dijo la enfermera. Entonces, le asignó la habitación contigua al consultorio del médico nocturno de piso. Esta nunca era usada. Los siquiatras de aquel turno evitaban dormir ahí, por obvias razones.

En la pequeña habitación, con baño privado, Rodrigo acomodó sus pertenencias. Las que por seguridad no se incautó la enfermera, una vez su empleada se las llevó a la clínica. Habitación modesta aquella, pero que comparada con la de los demás internos era un verdadero privilegio. En esas el hacinamiento era evidente: hasta seis pacientes por cuarto y sin baño. El pabellón tan solo contaba con dos sanitarios múltiples para los veinticinco pacientes actuales.

El tener que compartir, en especial de noche, un espacio tan reducido, y con tan disímiles quebrantos del alma que afectan a estos tristes seres, no deja de ser una penosa calamidad, amén del potencial riesgo que ello implica, pensó Rodrigo.

De las cosas que venían en la maleta que le trajo Olga a Rodrigo, las únicas que Carolina le impidió tener en su habitación fueron los cables del celular y el cargador del portátil. También el estuche de la manicure. Por los elementos cortopunzantes que podrían ser usados para auto agredirse, y que estaban prohibidos, le justificó de nuevo Carolina. Elementos que, sin embargo, él los podía usar, pero bajo supervisión y cuando a bien tuviera ella.

Una vez terminó de acomodar sus enseres en el pequeño armario de la habitación, otra asistente del mismo piso le informó a Rodrigo que la cena estaba servida. Que tenía que desplazarse, de inmediato, al comedor, ubicado en el segundo nivel del Pabellón B. Así lo hizo, no sin antes pertrecharse con su elegante agenda de cuero y un estilógrafo marca Lamy que siempre usaba para escribir sus asimétricos versos y sentidas narraciones románticas. No iba a perder un solo detalle de aquella insólita y cruda experiencia que, consideró desde su ingreso al manicomio, debía documentar para contársela al mundo.

Sin saberlo: semilla infecta a germinar en el valladar impío, do ulula la nostalgia social. 

Enfermos del almaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora