Pero más allá de su notoria belleza física, quiero dejar asentado que me encanta su franqueza al momento de hablar. La facilidad que tiene al decir y hacer lo que siente y quiere. Joder, es todo lo que no soy, y tal vez es ese contraste lo que a mis ojos lo hace tan hermoso. Sonrío vagamente, caminando hacia él. Su fuerza es tan avasallante, tan seductora. Ha cambiado, lo sé. Ha madurado. La edad, la experiencia, los golpes de la vida, lo han vuelto más perspicaz, incluso me atrevo a decir, más desconfiado. Y aún así sigue siendo él, el mismo joven que irrumpió en mi vida de una forma extraordinaria. Algo terco e impulsivo, sí, pero inteligente e inspirador. Amo su capacidad al afrontar el trabajo, su constancia y el empeño que pone en todo lo que hace. Amo su sonrisa. Mierda. Amo cómo brillan sus ojos cuando sonríe. ¡Cómo me gustaría ver esa sonrisa todos los días de mi vida!... 

 ¡Dios! Quiero... quiero... ¿Por qué no puedo admitir lo que siento? Gritar lo que me provoca. ¡Quiero besarlo! Quiero abrazarlo y hacerlo mío por siempre. 

"Estás en la mierda, ruso". Sí, estoy perdido. Perdidamente enamorado de ese hombre y no sé qué cojones hacer. ¿Quién soy? Pues el imbécil que lo "rechazó" años atrás. El que no tuvo los huevos suficientes como para decirle cómo se sentía. El que no tuvo el valor de responder con un simple "Sí, me gustas". Un completo idiota. 

¡Mierda! Es que he perdido tanto tiempo, tantísimo tiempo. ¿Para qué? 

¿Y ahora qué soy? Un viejo de casi cincuenta años que lo máximo que ha hecho en su vida fue acatar órdenes. Ser un comisario correcto, con un correcto prontuario. Una vida vacía. Ni siquiera tengo amigos a los que acudir... Ni una familia. Odio ir a mi casa. Detesto la soledad.  ¿Soy como Conway? No. Definitivamente soy peor. Rechacé a quien demostró un amor sincero por mí. Lo lastimé con mi indiferencia. A un hombre hermoso, feliz, con una vitalidad atrayente y lo hice únicamente por miedo. Me obligué a alejarme de él, ignorando mis deseos, mis sentimientos por cobardía.

Sólo mi alma sabe lo difícil que me resulta el ser testigo de los insistentes coqueteos de Horacio con el sheriff prácticamente bajo mis narices. Imaginarlos juntos es una completa tortura. ¿Pero qué puedo hacer? No somos nada, nunca lo hemos sido. Además es una  locura esperar a que aún sienta algo por mí. Han transcurrido muchos años. Tiene derecho a volver a enamorarse. Siempre lo tuvo. ¿Pero cómo decirle que a pesar del tiempo pasado, aún sigo pensando en él? ¿Que mi corazón se acelera al verlo? ¿Que no puedo evitar sonrojarme cuando me mira?

A mí llega ese momento, el instante en el que nos volvimos a ver, dos años atrás. 

Hacía meses que me había reincorporado a las fuerzas policiales después de haber despertado en el hospital, solo. Mi médico había sido claro: tendría que tomarme eso con calma. Me habían hecho un trasplante de corazón y mi pulmón izquierdo había sido perforado por uno de los proyectiles disparados por Gustabo. La cicatriz, que vertical corría por mi pecho, era la marca que jamás me permitiría olvidarlo. 

Incluso había atravesado largas y extenuantes jornadas de rehabilitación con el propósito de recuperar la fuerza en mis extremidades. 

"Trabajo de escritorio", esa fue la recomendación del médico. Atrincherado en Vespucci, como un autómata rellenando papeles mientras sus compañeros salían a la calle, arriesgando sus vidas, haciéndole frente a la muerte. 

Aquel día había sido más agitado de lo usual. Decenas de códigos tres, secuestros y robos a la vuelta de la esquina. Con estupor e impotencia veía cómo las alertas saltaban una tras otra. Sobrepasándonos en número, obligando a la LSPD a pedir refuerzos a otros departamentos. Me puse en pie con violencia, tirando el café sobre unos archivos que no había terminado de completar. "¡говно (govnó)!" Sí, говно, Пизда  (pizda) y cualquier otro insulto que se me pasara por la cabeza en ese instante. Tenía que hacer algo.

Cazador de SantosKde žijí příběhy. Začni objevovat