Confesiones

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En este momento mi cabeza es un hervidero de ideas. Ideas que queman y resuenan en el apacible silencio de hospital. Las seis de la mañana ¡Joder! No doy más. Este dolor de espalda y pierna me está matando. Me muevo incómodo. Tal vez sea la posición (hace casi dos horas que estoy medio recostado en esta silla de hospital) o los resquicios de esa tarde sobre el monte, cuando todo se volvió tinieblas. 

Curioso resulta ver dormitar frente a mí al hombre que tiró del gatillo. Curioso también es saber que no guardo ni guardé nunca nada de rencor hacia él. Lo entiendo y lo entendí cuando Evans me contó lo sucedido aquel día, unos cuantos años después cuando finalmente desperté de ese maldito coma. Aún recuerdo lo primero que pregunté a penas hubo terminado su relato: "¿Y él cómo está?". 

Joder, es que no podía ser más evidente. 

Ella esbozó una sonrisa amarga mientras explicaba que había abandonado la ciudad hacía un tiempo atrás y que desconocía su paradero. Temblé ante la idea- ¿Acaso él...? "Espero que esté... bien", exclamé con voz queda,  como un anhelo. Había perdido a la única familia que había conocido hasta ese entonces. Estaba solo. 

Fue Evans quien me contó que él había ido a visitarme durante unos meses, día sí y día también, llevando flores y esperando a que despertase.

Había estado con la tele encendida hasta hacía instantes, con la repetición de una de esas series cómicas y algo tontas que cada tanto me animo a ver con el propósito de distraerme y olvidarme un poco de los problemas que tanto me aquejan. Cojo el móvil y doy rápidamente con el número de Kovacs, mientras me pongo en pie y me estiro encaminándome hasta la ventana.

"Hoy no iré a trabajar... Sí. Los días que sean necesarios". Aunque el segundo al mando fuese un hombre de lo más competente, detesto delegar mis responsabilidades a otra persona. Pero esto es algo que me supera. No puedo y no quiero apartarme de él. Me necesita. 

Camino hacia el lavabo ubicado a medio metro de la cama de Horacio. Con suavidad, giró la llave del grifo y el agua, casi de inmediato, se tiñe de carmesí. Restriego con ahínco la sangre aún adherida a mis uñas. Ceño fruncido, mi corazón empieza a latir aceleradamente como si quisiera salir de mi pecho. Es que la imagen de Horacio arrojado en mitad de un descampado, solo en la noche, herido y... ¿Qué hubiese pasado si no hubiese atendido el llamado? ¿Y si seguía durmiendo? ¿Qué hubiese pasado si... si... hubiera muerto? ¡Mierda! No puedo dormir. No puedo dormir. Tengo que protegerlo. Tengo que. La sangre parece haberse impregnado bajo mi piel. ¡Mierda! ¡Mierda! Continúo lavando mis manos aunque éstas ya brillan de limpio. Aún siento su olor, el olor a su sangre. El aire parece no llegar a mis pulmones. Inhalo con fuerza, pero no puedo, me ahogo. Tiemblo bajo el peso de mis piernas, sintiéndome repentinamente mareado. No puedo dormir, tengo que protegerlo. Me aferro al fregadero con miedo a caer.  Miro el reflejo que me devuelve el espejo. Despeinado, cubierto en sudor y unas incipientes lágrimas bordeando mis ojos. Las arrugas surcan mi piel como ríos de dolor. "Estás en la mierda, ruso", dice el otro Volkov. Suspiro, resignado. 

"Tranquilo, Viktor. Mira, él está ahí, vivo". Mi respiración poco a poco se relaja. Mis pulsaciones al cabo de unos minutos regresan a su ritmo habitual.  Antes de volver a mi sitio, a ese sitio que lleva mi nombre grabado implícitamente en el respaldo, me apoyo sobre el marco de la puerta y lo miro dormir, exhausto, pero vivo.

Después de haberme mostrado las evidencias que había logrado recopilar se había derrumbado sobre el delgado colchón. La doctora Vincent me lo había comunicado minutos antes al darme el parte. Debido a la contusión perdería el conocimiento y se sentiría más cansado que de costumbre. 

Lo miro con anhelo, con devoción. Puedo jurarlo. Me es imposible dejar de mirarlo, aunque lo intente. Lo contemplo como si de una obra de arte se tratase. Como si no fuera real, como si al parpadear se desvaneciera al igual que una ilusión. Recorro con mis ojos cada detalle de su rostro, de su cuerpo. Desde su cabello, esa cresta blanquecina derramada como cascada sobre su frente vendada, pasando por su largas pestañas, esas pecas que salpican su tostada piel, tan inocentes, esa nariz tan hermosa y particular, la curvatura de sus labios tan gruesos y apetecibles, hasta los brazos fornidos, cubiertos de tatuajes, que se asoman sobre las sábanas.

Cazador de SantosWhere stories live. Discover now