uno; oscuridad.

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Entre la oscuridad intermitente que nos rodea, únicamente pude encontrarte a ti. Aún sin verte, sin distinguirte con claridad, supe que serías mi esperanza de vida.






Una risilla indiscreta rebota entre el desolado pasillo, consiguiendo sobresaltarme y alertarme innecesariamente, pues ya bien conocía al causante de ese escaso mutismo. Pero cuando me quise girar a reprenderlo, se me atascó el enojo en la garganta al verlo con la expresión risueña, últimamente tan característica suya.

—No te distraigas, Gonza —refunfuña en voz baja, empujando mi cara con sus dedos toscos para volver la atención al frente. Reprimo una sonrisa, ambos pegados a la pared del estrecho pasillo, justo frente al umbral de la habitación más grande. Queremos cruzarla para llegar a la salida del recinto, pero debemos esperar a que se retire el última vigía.

—No me desconcentres, entonces —discuto, en murmullos.

—Lo siento, no puedo evitarlo, ¡estoy muy contento!

—Ya me di cuenta, Andrés. Pero si no te contienes un poco, nos descubrirán.

—Santa mierda, que ya se vaya.

—¿Qué te he dicho de que digas... ?

Un movimiento repentino de parte del vigía me retiene el regaño, asustado por creer que nos han descubierto. No obstante, el aire me regresa a los pulmones una vez que lo distingo cruzar al otro lado de la sala, camino a los interruptores de electricidad. Baja las tres palancas y, con el último sonido de sus botas alejándose, quedamos en total penumbra.

—No puedo creerlo —dice el castaño luego de unos segundos, encendiendo su linterna antes de rodearme. Incluso teniéndolo de espaldas, puedo imaginar la sonrisa adueñándose de su cara—. ¡Estamos haciéndolo!

Sintiendo la satisfacción de escucharlo tan entusiasmado, me apresuro a encender mi propia linterna y alumbrar hacia aquella habitación que acechábamos agazapados en el suelo hace unos minutos.

—Voy por las llaves —le digo, retomando repentinamente los susurros—. Espérame afuera, corre.

Asiente, y entonces lo veo trotar hasta la gran puerta que nos divide del mundo exterior, cargando de los hombros la mochila con nuestras proviciones. Una vez asegurarme que no corre peligro, por si de casualidad me encuentran husmeando siendo que ya debería estar acostado; me adentro en la recepción con sigilo, aún cuando no hace falta, pues en teoría no debería haber nadie cerca. Utilizo mi navaja portátil para abrir el cajón del escritorio que esconde las llaves de las camionetas y me apodero de las del auto. Es el único que hay en la base, una carcacha antigua cuya ausencia nadie extrañará, pero que sería suficiente para nuestro corto viaje.

Refunfuño, cerciorándome de guardarla bien en el bolsillo de mi chaqueta, preguntándome una vez más cómo pude dejarme convencer por Andrés para hacer tremenda travesura. Sin embargo, caigo en la realidad con un espasmo en la nuca. Era algo inminente. Consternado, estoy a punto de cerrar el cajón cuando veo el destello reflejado de una banda metálica en el fondo. Es una Vendetta, dejada aquí para meras emergencias.

—¿Por qué tardaste tanto? —se queja el castaño una vez que estoy de regreso en la puerta.

—No tardé nada —chasqueo.

—Silencio, no hay tiempo que perder. ¿Las tienes? Dime que las tienes.

De mi mano, dejo colgar las llaves del vehículo más viejo del recinto, que tintinean en mis dedos tal como un carrillón de viento.

—¡Las tienes! —y salta, reflejando su alegría—. ¿Qué estamos esperando? ¡Hay que irnos!

Lo detengo antes de que se de la vuelta, aferrando uno de sus delgados brazos para obligarlo a verme. Él lo hace, inclinando la cabeza con intriga, expectante a una respuesta. Titiriteo ante su mirada, pues es tanta la euforia atrapada en su mirada que me pone nervioso.

—Andrés... Estás consciente de es un viaje riesgoso, ¿verdad? De que nos exponemos a mucho peligro en cuanto subamos estas escaleras, ¿cierto?

—No, Gonza, por favor no te arrepientas. No ahora que estamos tan cerca...

—No me estoy arrepintiendo, pero necesito que me asegures que sabes lo peligroso que es allá afuera. Y que cuando regresemos, si nos descubren, estaremos en muchos problemas aquí.

—Lo estoy, Gonza. Por Dios, no me trates como un niño, sé medir las consecuencias de nuestras acciones. Pero también sé que será la primera vez que podré sentirme libre, sin muros ni barrotes de por medio. Como esas aves que vuelan cerca de las ventanas selladas, ¿cómo dijiste que se llamaban?

—Cuervos. Y de hecho, no son tan lindos como piensas.

—No importa, al menos pueden sentir la libertad en sus alas.

Aún así, no podía diluir la preocupación que aumentaba contra mi voluntad dentro de mi estómago. Porque si llegara a pasarle algo... No, no podría perdonármelo jamás.

—Lo prometiste —insiste, deslizando su brazo por mi mano, todavía aferrada a él, hasta entrelazar tímidamente nuestros dedos—, dijiste que iríamos a la playa cuando hubiera oportunidad. Bueno, esta es nuestra oportunidad.

Sí, se lo prometí. Y aunque me pese la preocupación, me dolería más ver su cara desilusionada si nos arrastrara de vuelta a la cama fingiendo retomar el sueño.

Así que, ya menos dudoso, solo me quedó afianzar el agarre de nuestras manos. Corrimos escaleras arriba, preparados para dirigirnos al mundo exterior por primera vez luego de tanto tiempo.

Nadamos entre el mar de camionetas buscando la silueta más pequeña de la penumbra. Alumbramos con las linternas, dando pasitos temerosos por los pasillos de los vehículos. Entonces un tirón en mi mano me toma por sorpresa, busco con los ojos a Andrés, quien señala con entusiasmo a una esquina con la luz blanca. El auto, el cómplice de nuestra travesía.

Y entonces empezamos. Nuestro camino a la playa.

Beach | SpartorWhere stories live. Discover now