Capítulo XXVI

Magsimula sa umpisa
                                    

Como por una parte el judío volvió la cabeza e hizo con la mano una seña indicadora de que prefería ir solo, y por otra el mercader no pudo sacar de la silla la parte de cuerpo empotrada en ella, la razón social Los Lisiados hubo de renunciar, por aquella vez, al placer de recibir la visita del señor Lively. Cuando el digno comerciante pudo ponerse sobre sus extremidades, el judío se había perdido de vista, y como consecuencia, el señor Lively, después de permanecer un ratito sobre las puntas de los pies, esperando divisar al judío, volvió a empotrarse en la silla y, después de cambiar con la señora de la tienda de enfrente una seña en la cual campeaban por igual la desconfianza y la duda, volvió a empuñar su pipa con grave continente.

Los Tres Lisiados, o mejor dicho Los Lisiados, título bajo el cual conocían perfectamente el establecimiento todos los recomendables habitantes de aquellos lugares, era la misma taberna en la cual han figurado ya Sikes y su perro. Fajín, sin más que hacer una seña al individuo que estaba sentado en el mostrador, tomó escalera arriba, abrió una puerta y, penetrando sigiloso en la sala, miró alrededor con ansiedad y haciéndose pantalla con la mano sobre los ojos, cual si fuera en busca de una persona determinada.

Daban luz a la sala dos o tres mecheros de gas, cuyo resplandor no era posible se viese desde fuera, gracias a las maderas de las ventanas, perfectamente ajustadas, y a unas cortinas rojas tendidas sobre las mismas. El humo que despedían las lámparas no podía ennegrecer el techo, sencillamente porque era humo de tabaco, que en los primeros momentos era de todo punto imposible distinguir un solo objeto o persona. Cuando la llegada de algún parroquiano descargaba en parte la atmósfera de humo, que buscaba salida por la puerta abierta, podía medio distinguirse una colección de cabezas agrupadas, pero tan confusamente, como confusos eran los sonidos que recogía el oído; pero a medida que la vista se acostumbraba, el espectador acababa por ver a muchos hombres y mujeres, apelmazados junto a una mesa muy larga, en cuya cabecera se veía sentado un presidente empuñando el martillito propio de su cargo, mientras en un rincón de la sala, sentado frente a un piano bastante averiado, había un artista de nariz roja, que aporreaba el teclado del instrumento con la furia que es de suponer en quien sufre un dolor violento de muelas, como le ocurría al virtuoso.

Los dedos del artista recorrían suavemente el teclado a guisa de preludio cuando Fajín entró en la sala, lo que ocasionó un griterío general. Todo el mundo pedía a voz en cuello una canción. Apaciguado el alboroto, una joven hizo las delicias del público cantando una balada de cuatro estrofas, que el pianista acompañó golpeando las teclas sin piedad. Aplaudió el presidente, y a continuación, dos cantantes, sentados a derecha e izquierda del presidente, cantaron un dúo que fue premiado con ruidosos y generales aplausos.

No dejaba de ser curioso observar algunas de las fisonomías de los que más se destacaban en la concurrencia. En primer lugar, el presidente, que era el mismísimo dueño del establecimiento, individuo de cara embrutecida y cuerpo de atleta, mientras se ejecutaron los números anteriores, no daba punto de reposo a sus ojos, que lo escudriñaban todo, ni a sus oídos, por cierto muy finos, que todo lo oían. A su derecha e izquierda estaban los dos cantantes, recibiendo con indiferencia profesional los cumplimientos del auditorio y apurando docenas de vasos de licores que por doquier les ofrecían sus admiradores más entusiastas, cuyas cataduras llevaban impreso el sello de los vicios más abyectos, llegando hasta el punto de llamar de una manera irresistible la atención a fuerza de ser repulsivas. Allí se mostraban bajo el aspecto más hediondo, la astucia, la ferocidad, la borrachera. Pero los tonos más tristes, más desconsoladores, más sombríos del cuadro, los daban las mujeres, unas que conservaban aún tonalidades borrosas de su frescura juvenil otras desecadas ya por el vicio, sin conservar el vestigio más insignificante de lo que su sexo tiene más preciado, manchadas por la disolución y el crimen. Las había niñas todavía y las había ya mujer pero ninguna había rebasado la primavera de la vida.

Oliver TwistTahanan ng mga kuwento. Tumuklas ngayon