Capítulo XLVII

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Consecuencias fatales


Serían sobre dos horas antes del crepúsculo matutino... esa hora que en otoño puede con toda propiedad llamarse el corazón de la noche, cuando las calles están desiertas y silenciosas, cuando el sonido parece dormido en profundo sueño, cuando el desenfreno y la borrachera se han recogido con paso vacilante para soñar en el fondo de las casas. En esa hora tranquila y silenciosa velaba el judío encerrado en su repugnante buhonera, con el rostro tan pálido y contraído, tan inyectados en sangre los ojos, que más bien que ejemplar de la raza humana, parecía espantoso fantasma escapado de la tumba y perseguido por los espíritus de las tinieblas.

Hallábase sentado, acurrucado sobre el frío suelo, arrebujado en un cubrecama viejo y hecho jirones, vuelta la cara hacia una vela consumida colocada sobre una mesa a su lado. Tenía la mano derecha pegada a los labios y, mientras abstraído y meditando, seguramente maldades, mordía sus largas y negras uñas, dejaba ver, en las tenebrosidades de su hedionda boca sin dientes, unos cuantos colmillos largos y cortantes que muy bien hubieran podido pasar por defensas de perro de presa o de tigre.

Sobre un colchón fementido tendido en tierra estaba Noé Claypole profundamente dormido. Hacia él dirigía de tanto en tanto el viejo sus miradas, que no tardaban en fijarse en la vela, cuyo largo pabilo, así como las gotas de sebo que caían sobre la mesa, demostraban muda pero elocuentemente que los pensamientos del judío estaban muy lejos de allí.

Así era en efecto.

Mortificación lacerante al ver destruidos sus proyectos, rabia insana contra la muchacha que había cometido el horrendo crimen de ponerse al habla con personas extrañas a la banda, desconfianza completa en la sinceridad de la misma muchacha cuando se negó a entregarle, desengaño amargo al creer perdida la ocasión de vengarse de Sikes, miedo de ser descubierto, imágenes de ruina y de muerte en lontananza, y rabia fiera atizada por todas sus ruines pasiones que, empujándose y atropellándose unas a otras en furioso remolino, rugían en el fondo del cerebro de Fajín, mientras en su negro corazón bramaban todos los malos instintos y se elaboraban los planes más tenebrosos.

Y así permaneció sin variar de expresión, sin hacer el menor movimiento, insensible al frío y sin noción del tiempo, hasta que su fino oído sorprendió rumor de pasos en la calle.

—¡Al fin! —murmuró el judío, pasándose el revés de la mano por sus labios resecados por el fuego de la fiebre—. ¡Al fin!

Sonó la campanilla. El judío se levantó, subió la escalera, y no tardó en presentarse nuevamente en su antro, acompañado por un hombre cuya parte inferior del rostro ocultaba el cuello de su abrigo, y que llevaba debajo del brazo un pequeño fardo. Luego que el desconocido se sentó y despojó del abrigo, resultó ser Sikes.

—Ahí tienes eso —dijo, dejando el fardito sobre la mesa—. Tómalo y saca de él el mejor partido posible. Harto trabajo ha costado adquirirlo. Tres horas hace que debía haber llegado aquí.

Tomó Fajín el paquete, lo guardó en la alacena, y volvió a sentarse sin hablar palabra. No separó, empero, sus ojos del bandido durante la operación; y como continuara después de sentado clavada en la de Sikes convulsos sus labios tuviera más contorsionada que nunca por efecto de las emociones que le dominaban, el bandido retiró involuntariamente y llegó a sentir verdadera alarma.

—¿Qué pasa de nuevo? —preguntó—. ¿Por qué me miras modo?

Levantó el judío su huesosa mano y hasta agitó en el aire su tembloroso índice, pero su furor era tan grande, que le fue imposible articular palabra.

—¡Dios de Dios! —exclamó Sikes, verdaderamente alarmado. ¡Este hombre se ha vuelto loco! ¡Habrá que ponerse en guardia!.

—¡No, no! —contestó Fajín, recobrando la facultad de hablar—. ¡No es... no es usted la persona, Guillermo! ¡No tengo... no encuentro en usted nada reprensible!

Oliver TwistWhere stories live. Discover now