Capítulo XVIII

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Explica cómo pasaba el tiempo Oliver en la agradable compañía e sus amigos intachables


Al día siguiente, a eso del mediodía, en ocasión en que el Truhán y el caballerito Carlos Bates habían salido a la calle por asuntos de su profesión, aprovechó Fajín la coyuntura para leer a Oliver un largo sermón sobre el deplorable y horrendo pecado de la ingratitud, en el que con claridad meridiana le demostró que había incurrido, y no a medias por cierto, alejándose libre y deliberadamente de la dulce compañía de sus ejemplares compañeros, sin reparar en que los dejaba sumidos en la ansiedad más viva, y mucho más al intentar escapar de nuevo, cerrando los ojos a las grandes molestias y gastos enormes que encontrarle les había costado.

Fajín insistió de una manera particular la hospitalidad que le había concedido y en las muestras cariño que le había prodigado cuando lo llevaron a su casa por primera en estado tan deplorable, que sin caridad hubiera perecido de hambre. Hízole asimismo historia de las desgracias que ocurrieron a un muchacho a quien socorrió por caridad en circunstancias análogas, el cual muchacho, habiéndose mostrado indigno de su confianza hasta el inconcebible extremo de mostrar deseos de ponerse al habla con la policía, minó funestamente su vida una buena mañana en la horca alzada en afueras del Castillo Viejo. No tomó el Judío el trabajo de ocultar la parte principal que en aquella catástrofe había tenido, pero deploró, con lágrimas en los ojos, el extravío y la conducta pérfida aquel desventurado hicieran necesario presentarle como autor del robo de una corona, hecho que, si no rigurosamente exacto, en cambio preciso para la seguridad suya (de Fajín) y de sus buenos amigos.

El judío terminó su arenga haciendo una descripción terrorífica de la horca y expresando, con entonación dulce y extremadamente fina, que sentiría verse obligado a someter a Oliver Twist a suplicio tan poco agradable.

Congelábase la sangre en las venas del pobre Oliver a medida escuchaba el discurso del judío comprendía, aunque a medias, las encubiertas amenazas con que las acompañaba. Que cabe en lo posible que la justicia confunda inocente con el culpable, cuando circunstancias ponen al primero contacto con el segundo, lo sabía por experiencia propia, y que el judío tenía tomadas todas las medidas para prevenir las delaciones y hacer desaparecer a las personas excesivamente comunicativas, así como también que más de una vez había recurrido a ellas, lo tuvo como más que probable, al recordar la índole del altercado ocurrido entre el viejo filántropo y el caballero Sikes, altercado que parecía hacer referencia a algún complot de esta índole.

Cuando Oliver levantó tímidamente la cabeza, su mirada asustada tropezó con la penetrante del judío, y el desventurado hubo de comprender que la palidez lívida de su rostro y el temblor de sus miembros no habían pasado inadvertidos para el viejo bribón ni dejaron de ser de su gusto.

Contrajéronse los labios delgados del judío en una sonrisa espantosa, y después de dar a Oliver un golpecito en la cabeza, y de decirle que estuviera tranquilo, que si trabajaba volverían a ser excelentes amigos, tomó el sombrero, púsose un levitón lleno de remiendos y salió cerrando la puerta con doble vuelta de llave.

Todo aquel día, y gran parte de los siguientes, por espacio de largo tiempo, Oliver permanecía solo, sin ver a nadie desde las primeras horas de la mañana hasta media noche. En sus eternas horas de soledad, disponiendo de tiempo sobrado para abandonarse a sus pensamientos, acordábase sin cesar de sus caritativos amigos de Pentonville, y vertiendo lágrimas arrancadas por el más acerbo de los dolores, imaginábase la pésima opinión que de él tendrían formada.

Al cabo de una semana, o poco más, el judío dejó de cerrar con llave la puerta de la cárcel de Oliver, y éste quedó en libertad para recorrer la casa.

Oliver TwistWhere stories live. Discover now