Capítulo XXII

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El robo


—¿Quién va? —gritó una voz bronca no bien hubieron entrado en la casa.

—Menos ruido y más luz, Tomás —contestó Sikes, corriendo los cerrojos.

—¡Ah! ¿Eres tú, compadre? —preguntó la misma voz—. ¡Una luz, Barney de los demonios, una luz! ¡Enseña el camino a ese caballero y abre los ojos, si me haces el favor!

El que hablaba debió tirar una horma de zapato o algún objeto por el estilo a la persona a quien se dirigía, sin duda para disipar su somnolencia, pues se oyó claro y distinto al ruido de un artefacto de madera que chocaba con violencia contra una pared seguido de murmullos menos distintos como de hombre a quien despiertan en lo mejor de su sueño.

—¿Pero no me oyes? —repuso la misma voz—. ¡Ahí tienes en el pasillo a Guillermo Sikes sin que nadie le dé la bienvenida, mientras tú duermes como un tronco, ni más ni menos que si en las comidas te atiborraras de láudano! ¿Estás más despierto o hace falta que el candelero entable relaciones íntimas con tu cabeza para despabilarte?

A la interpelación siguió un ruido sordo como de alguien que caminase en zapatillas sobre el piso desnudo de la habitación de arriba, y segundos después, salía por una puerta situada a la derecha una vela primero y luego el individuo de quien dije que hablaba por la nariz y que ejercía el cargo de mozo de una taberna en Saffron-Hill.

—¡Señor Sikes! —exclamó Barney, con expresión de alegría, verdadera o fingida—. ¡Buenas noches, señor Sikes, buenas noches!

—¡Adelante! —dijo Sikes, empujando a Oliver—. ¡Deprisa, si no quieres que te dé algún pisotón!

Maldiciendo la lentitud del muchacho, Sikes empujó a Oliver y ambos entraron en una habitación de techo muy bajo, tétrica y ahumada, en la cual ardía un fuego que despedía más humo que calor, y tenía por todo mueblajes tres sillas rotas, una mesa desvencijada y un sofá respetable por su antigüedad. Tendido sobre este último mueble había un hombre fumando. Vestía una levita de corte irreprochable y color castaña, adornada con grandes botones brillantes, corbata color naranja, chaleco arco iris por la variedad de tonos y calzón gris. Poco cabello tenía el señor Crackit, que él era en persona, ni en la cabeza ni en la cara, pero la muestra era de color rojo y estaba divinamente peinada en tirabuzones, entre los cuales su propietario pasaba de vez en cuando los dedos sucios, cubiertos por descomunales sortijas de lo más ordinario. De estatura regular, más bien alto que bajo, parecía adolecer de cierta debilidad en las piernas, lo que no le impedía admirar sus botas, que contemplaba con satisfacción evidente.

—¡Mi querido Guillermo! —exclamó el del sofá, volviendo la cabeza hacia la puerta—. ¡Encantado de verte! Principiaba a temer que hubieras renunciado a la empresa, en cuyo caso, resuelto estaba a tentarla yo solo... ¡Hombre!..

Al lanzar la exclamación, con tono de inmensa sorpresa, clavados los ojos en Oliver, Crackit se incorporó vivamente y preguntó quién era aquel chaval.

—El niño que nos hace falta —contestó Sikes, acercando una silla a la lumbre.

—Uno de los aprendices de Fajín —terció, Barney sonriendo.

—De Fajín, ¿eh? —exclamó Crackit mirando a Oliver—. Una preciosidad para limpiar los bolsillos de las viejas en la iglesia, ¿verdad?

—Hablemos de otra cosa —dijo con impaciencia Sikes.

Seguidamente se inclinó sobre Crackit, pronunció en voz baja algunas palabras que arrancaron estrepitosas carcajadas a quien las escuchó y el del sofá favoreció a Oliver con una mirada que reflejaba asombro.

Oliver TwistDonde viven las historias. Descúbrelo ahora