Capítulo 9: De espejos rotos, mosquitos molestos y charlas familiares

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Pero, como ya venía siendo usual en los últimos días, no lo hizo. Aunque esa vez en particular le resultó mucho más difícil retroceder y alejarse del peligro. Regresó al centro del valle desértico, se llevó una mano a la cabeza y estrechó con fuerza los cabellos que le caían por la frente. Estaba frustrado y tenía la seguridad de haber arruinado todo.

El primer impulso que tuvo fue salir corriendo tras Genevive para intentar arreglar o salvar lo que se pudiera de la relación. Por un momento todo lo que quiso fue poder explicarle cómo se sentía porque esperaba que ella lo entendiera. Pero hubo una voz muy arraigada en su interior que lo convencía de que nada de eso importaba. Genevive no importaba, ni su relación con ella ni cualquier otro lazo que tuviera con cualquier otra persona. Estaba solo. Y justo por eso, por no tener a nadie cerca que le dijera lo contrario, le terminó creyendo a los gritos de su mente. Y se quedó en su escondite por un tiempo más.

Durante la tarde hubo una ventisca terrible. No había nieve, claro, pero el aire frío era tan denso e impasible que resultaba imposible permanecer afuera por más que a él le hubiera gustado. Emprendió el camino de vuelta a casa, batallando contra el viento que amenazaba con aventarlo por el acantilado. Sus pies se sentían pesados y atrofiados, como si se hubieran vuelto completamente de vidrio y no recibieran la orden de moverse y avanzar. Al final, logró llegar a salvo.

La casa estaba vacía. Sabino Segreti de seguro se encontraba en el taller de vidrio soplado y Agnese debía haber salido a comprar alguna cosa para la comida de la semana. El muchacho respiró aliviado de saber que estaba solo y nadie lo molestaría.

Aquel lugar, sin embargo, era completamente diferente al precipicio. En primer lugar estaban las paredes que lo encerraban, mientras que al aire libre tenía más terreno para moverse y actuar como quisiera. Luego, la falsa sensación de seguridad. En el exterior era consciente del peligro y le gustaba. Adentro, se sentía como un idiota por las cosas que hacía afuera. A decir verdad, era así como se sentía la mayor parte del tiempo, pero en la casa la emoción se intensificaba. Tal vez se debiera justo a las paredes, que no permitían que ninguno de esos detalles se escapara.

Decidió tomar una ducha con agua caliente para quitarse el frío que llevaba arrastrando. En lugar de resultar relajante, terminó alterándolo más. No podía dejar de pensar en Genevive. Y en el Enzo perdido. Su cabeza alternaba entre esas dos personas como si estuviera jugando en un torneo de tenis de mesa. Tantas idas y vueltas lo dejaron mareado. Salió de la ducha y se vistió.

El espejo de cuerpo completo que colgaba junto a la puerta del baño había quedado empañado. Por rutina, decidió limpiarlo. Y, automática e inevitablemente, miró su reflejo. En otros tiempos, años o incluso algunas semanas atrás, su mirada se habría dirigido inmediatamente al trozo de azul en su pierna que asemejaba una cicatriz. Al verlo probablemente habría sonreído. Probablemente habría podido contemplarla por horas sin despegar la vista. Pero no en esa ocasión.

Sus ojos inmediatamente se encontraron con su propio tormento. La cara, pálida y demacrada, tomó control total de su campo de visión. El chico quiso alejarse de ahí pero sus pies se hallaban magnéticamente atrapados en el suelo del baño. Sin más opción, se miró a sí mismo.

Su rostro había adelgazado considerablemente. Las líneas en las mejillas trazaban surcos profundos y extensos que delineaban un oscuro sendero hacia unos labios asfixiantes y sin color. De tan solo verlos, el aire en sus pulmones fue expulsado por reflejo y quedó sin aire. No era para menos: a cualquiera que lo viera le costaría trabajo respirar. Entre la palidez, la naturaleza del vidrio se asomaba y dejaba entrever un claro color morado en la parte interior, solo visible si él dejaba los labios abiertos.

El sendero de las mejillas tenía una ruta alterna que conducía a la parte superior de la cara. Pasaba reptando por las ojeras, holgadas y pesadas, para desembocar en los ojos. El muchacho de vidrio tuvo que hacer una pausa para fruncir los labios y tomar aire. No podía devolverle la mirada al extraño que lo examinaba desde el espejo. Pero finalmente lo hizo. Y el resultado lo dejó destrozado.

El Soplador de VidrioWhere stories live. Discover now