Capítulo 4: Genevive

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—Ha de ser solitario.

—¿El qué?

—No lo sé.

Silencio.

—Simplemente ser tú parece cansado. ¿Acaso no te sientes solo?

Esa fue la primera conversación que intercambiaron Enzo y Genevive a la edad de nueve años en el momento en el que Agnese y Sabino Segreti finalmente habían decidido dejarlo ir solo a cualquier lugar. En el pueblo no solían ocurrir crímenes pero lo que seguía preocupándoles era que el niño pudiera romperse.

—No estoy solo. Tengo a mi papá y a mi mamá.

—Ya, pero yo no dije eso. Tal vez no estás solo, ¿pero no es así como te sientes?

—No.

A Enzo le molestaba esa niña de trenzas pelirrojas que se creía muy inteligente como para ir descifrando los más profundos sentimientos de las demás personas. ¿Quién se creía?

En ese momento Enzo se juró odiarla por siempre. Y como en raras ocasiones pasa, eso fue lo que dio pie a que iniciaran una relación de amistad duradera y como ninguna otra. Claro, en ese momento ninguno de los dos lo sabía y por eso fue que Enzo se dedicó a ignorarla y mirarla con mala cara cada vez que se la encontraba.

A Genevive en realidad no le importaba que le dedicaran la ley del hielo. No le preocupaba en lo más mínimo porque ella tenía muchos otros amigos con los que pasar las tardes de aquel caluroso verano.

El día en que habían decidido ir a la playa a nadar, Genevive se había quedado atrás porque sus padres le habían prometido pasar por ella pero se les hizo tarde y la niña tuvo que quedarse sola en la orilla del mar mientras las olas golpeaban la arena. A lo lejos divisó a aquel niño de vidrio que tanta curiosidad le causaba pero sus padres siempre le habían dicho que no hiciera muchas preguntas al respecto porque era una falta de educación que afectaba tanto a Enzo como a Agnese y Sabino.

Casi imperceptiblemente, la brisa de verano que le hacía cosquillas a Genevive hacía que Enzo se tambaleara suavemente. Ella tuvo que concentrarse tanto para notarlo que se mareó y le dolieron los ojos. Vacilando con la inseguridad de saber cuándo llegarían sus padres, Genevive decidió acercarse a Enzo y hablarle pero el encuentro no resultó para nada como esperaba.

Pero a Genevive no le importaba.

Por supuesto que no.

Mientras Genevive se la pasaba jugando en la playa con los otros niños, Enzo aprovechó aquel verano para sumirse de lleno en su pasión con el vidrio soplado.

Sabino Segreti odiaba trabajar en el verano, cuando además de soportar el calor de la estación tenía también que asarse entre los hornos del taller.

—¿Papá? —Se acercó Enzo la primera semana de vacaciones veraniegas.

—¿Qué pasa, hijo?

—Papá, quiero soplar vidrio. Quiero aprender a hacer esas figuritas de animales que hay en mi habitación pero para que no sean aburridas con esos animales estaba pensando que podríamos cambiarlos y en lugar hacer dragones y aliens, o tal vez incluso dragones alienígenas de otros planetas.

Cuando Enzo le pidió que aprovechara el verano para enseñarle a soplar vidrio casi se tiró de la ventana de la habitación y escapó de la ciudad. Casi. La mirada veneciana de Enzo logró convencerlo rápidamente.

Sometido a la presión de crear borradores que en los años venideros se convertirían en obras de arte, Enzo se enfrentó a las sofocantes temperaturas de los hornos del taller como un caballero habría hecho frente a los dragones que se cocían en el calor de la batalla. Sabino Segreti ya sabía que su hijo se encontraba fascinado con la fantasía del vidrio, pero no fue hasta ese verano en el que de verdad trabajó con él cuando se dio cuenta de que su hijo había nacido para dedicarse a eso. Él no se comparaba en nada, al lado de Enzo parecía un torpe ignorante que rompía todas las piezas. Claro, en ese entonces el niño de vidrio no era muy hábil al soplar el vidrio, sostener las cañas, usar los sopletes y esculpir formas, pero Sabino tuvo el presentimiento de que en algún momento su alumno lo superaría magistralmente.

El Soplador de VidrioWhere stories live. Discover now