Hay que buscar ayuda

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Eva había perdido la cuenta de la cantidad de pisos que el ascensor había descendido. No quiso preguntar específicamente qué se hacía en esas plantas inaccesibles. Decidió aceptar la respuesta de Isabel de que eran para almacenamiento.

Al pasar por un determinado nivel, Isabel comenzó a hablar.

—A estos niveles los llamamos: las habitaciones —declaró ensayando un forzado tono solemne.

—¿Habitaciones?

—Aquí dormimos todos los ángeles... cuando no estamos activos... despiertos, valga la redundancia. Entramos en hibernación entre períodos de reclutamiento. Nos vamos turnando.

—¿Por qué, no sois inmortales entonces?

—Sí, más o menos. Podemos regenerar casi todos los síntomas de envejecimiento, pero, no sé si lo habías pensado en algún momento, ser inmortal es aburrido, ¡muy aburrido! —dijo Isabel guiñándole un ojo y haciendo una mueca con su boca.

—¿Me hablas en serio? —se quejó Eva. — A veces lo dudo, nunca sé cuando me hablas en serio o me haces una broma.

—Lo digo de verdad, niña. ¡Piensalo! Tal vez en los primeros mil años encuentres cosas para hacer. Más aún si te concentras en un propósito bien determinado. Pero luego de ese período, siglo más o siglo menos, comienzas a aburrirte. Nada de lo que hagas es nuevo. Todo sabe a rutina, quizás organices tu vida en ciclos más amplios, pero no dejan de ser cosas repetitivas.

Eva no pensó que hubiera nada que decir a eso. Isabel se recostó en una de las paredes del ascensor y agregó mientras suspiraba.

—Entonces nos metemos en nuestras cabinas de hibernación y cada cierto período nos despertamos, hacemos lo que tenemos que hacer y nos ponemos a dormir otra vez.

—Pero cuando te despiertas es como si hubieras dormido una noche, vuelves a las rutinas ¿no?

—Sí, claro. Pero todo se organiza para que haya distintas personas. Distintos compañeros de trabajo. Las tareas son las mismas, pero, al cambiar las personas, se sobrellevan un poco mejor.

—Siempre terminas aburriéndote igual —afirmó retóricamente Eva.

—Pues sí, siempre —confirmó Isabel aunque no fuera necesario— Por eso preferimos elegir tareas de campo y mezclarnos con vosotros.

—Y echarte un polvo de vez en cuando ¿no?

—Bueno, claro. ¿Por qué no? —dijo Isabel soltando una risa.

Bajaron del ascensor en una sala pequeña. Isabel se acercó a un panel con un sensor que le realizó un escaneo del ojo.

Atravesaron una puerta que se abrió frente a ellas y accedieron a una sala de estar que podría haber estado emplazada en cualquier clínica de estética para personas de alto poder adquisitivo.

Un par de paredes de color blanco y otras de colores pasteles suves en el tono del rosa y el celeste. Y aunque carecían de cualquier decoración específica, ni ventanas, ni cuadros o tapices, la particular iluminación les proveían algo de vida a los muros.

El centro de la sala estaba equipado por distintos sillones también tapizados en un color crema.

"Tal vez beige", pensó Eva.

—Siéntate —la invitó Isabel—, ¿quieres beber algo?

—¿Estaremos mucho tiempo aquí?

—No lo sé. Es posible —respondió con sinceridad.

—Entonces un café. Luego veremos —dijo Eva poco convencida.

Isabel accedió detrás de una barra y movió unos controles digitales.

El linaje perdidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora