Cuestiones básicas de la supervivencia humana

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La primera vez que Jacobo me hizo notar que llevaba los calcetines descambiados teníamos trece años, por ahí. Jacobo  acuclillado con un cigarrillo entre los dedos y yo, parado a su lado, esperaba a que terminara de fumar para entrar a clases. Me subí un poco los pantalones grises institucionales, me los miré: era cierto.

—Tienes razón —le dije dejándolos caer, pero, como no eran de mi talla, me quedaban un poco cortos de todas maneras.

—¿Por qué? —me dijo con impaciencia. 

Mientras daba una calada subió la vista, sus ojos oscuros y tumultuosos. Como las tormentas así, más tarde, cuando fuéramos más grandes, serían más vacuos, pero en ese instante tenían una propiedad líquida. 

Jacobo era mi amigo, aunque la mayor parte del tiempo no sabíamos qué hacer con esa amistad. Creo que yo la manipulaba con sumo cuidado, nunca la dejé caer, pero era distinto por su parte, Jacobo cada vez que pudo la soltó al suelo solo para verla un poco más abollada, un poco más sucia.

—No sé, no es algo en lo que me fije. —Me expliqué, aunque a lo mejor no era necesario—. Solo agarré un par de calcetines de mi cajón y me los puse, mientras estén limpios no me importa que no sean iguales.

—Estás pendejo.

—Pues sí.

—Pendejísimo.

Le pegó una calada más y lo apagó en la tierra. Pero no se puso de pie, me miraba los calcetines con rabiosa concentración. Yo mismo los miré para ver qué era lo que lo tenía tan ensimismado, pero no vi nada que me hiciera rabiar cómo lo hacía con él.

La segunda vez que me lo hizo notar habrían pasado dos o tres años. Esta vez, estábamos en un balcón con él en un rincón y yo en el otro. Él  cabizbajo y deprimido, se miraba las líneas de una mano mientras con la otra fumaba. Pero ya en ese entonces su forma de fumar había cambiado: el cigarro siempre estaba inclinado unos noventa grados más menos con su barbilla. 

―Mi vieja te regaló un montón de calcetines.

―Me cuesta mucho hermanarlos.

―Te cuesta mucho hermanarlos ―repitió aunque no dejó ver qué le producía esa información. 

―Además, da igual. Que sean de un color u otro, mientras me abriguen me da lo mismo.

―Creo que no entiendes cuestiones básicas de la supervivencia humana ―dijo, eran muchas palabras y no entendí por qué las dijo.

―Ya ―dije simplemente. 

Dejó caer la mano a su rodilla, me frunció el ceño y piteó con más fuerza.

Me había acostumbrado a llevar los pantalones más cortos de lo normal, así que tendía a hacerme dobladillos. Tenía un calcetín negro con rombos azul marino y el otro calcetín era un rojo oscuro con lunares negros. Se notaba a leguas que uno era más viejo que el otro. 

―¿Por qué te cuesta hermanarlos? ―Preguntó, pensé que tenía que estar aburrido.

Fruncí el ceño con concentración, como si, de verdad, la respuesta fuera  de vital importancia. Me incliné hacia él un poco para, a voz en susurro, decirle:

―Hay personas que en el ADN le pone: bueno para hermanar calcetines, bueno, en mi ADN simplemente sale error, con una cruz grande y roja.

―Bonita respuesta.

―Ya.

―No, de verdad.

Fruncía el ceño así que suspiré.

―Me parecen atosigados.

―¿A qué te refieres?

―Cuando hago el intento de encontrarle el par y los ato juntos, los noto un poco asfixiados, me parece que mis calcetines son como yo, les gusta andar a su aire.

Volvió a repetir lo de la supervivencia humana, pero esta vez con menos fuerza, como si ya no lo pensara con la misma intensidad.

―Ya ―volví a decir y él negó con la cabeza, se puso de rodillas y lanzó la colilla por la baranda.

La tercera vez, tendríamos veinte años, esto seguro. Estábamos en un velatorio y no íbamos de negro como la gente lo hacía en las películas o las comedias o dramas. Se había hecho de noche y dentro la gente se agolpaba en las esquinas, conversando y comiendo. Nos habíamos sentado un rato atrás en un sofá alejado de la gente. 

Jaco tenía los ojos irritados. Y estaba inclinado como si se mirara los zapatos. Además, para entonces ya había dejado el cigarro, o por lo menos eso era lo que le decía a todo el mundo. A veces podía andar con la ropa pasada a cigarro, pero decía que era residual, que el olor no se quita de la noche a la mañana. 

―Ni en momentos como estos te pones los calcetines como la gente.

Había olvidado, en este tiempo, cuanto le obsesionaba el tema.

―Si quieres me los saco ―le propuse.

―Sí, sácatelos.

Me quité una bota y luego el calcetín; que era azul, y luego continué con la otra bota y el calcetín, que era rojo sangre. Si alguien nos vio, no dijo nada. Envolví un calcetín en el otro con mucho cuidado y me los iba a meter al bolsillo de la chaqueta cuando Jaco me los pidió.

―¿Y a ellos no les molesta?

Los desenredó y estiró uno en cada muslo. Como si los prepara para una exhibición.

―¿Qué?

―¿A ellos no les molesta que los ates juntos?

Me encogí de hombros. Y me refregué los ojos. Pensé que debía tenerlos rojos aunque no tanto como él.

―¿Les da igual? ―Presionó

―Tienen mucho tema de conversación, así, apretujados juntitos.

Los volvió a meter uno dentro del otro y luego se los guardó en el bolsillo, con un suspiró se hizo hacia atrás. Los ojos volvieron a llenárseles de lágrimas y fueron cayendo una a una de manera que una nunca tropezaba con la otra. 

―Esta es la última vez que nos vamos a ver, ¿sabi?

―Ya.

―¿Me prometi algo?

―¿Qué?

―Ponte los calcetines como la gente

―Me lo voy a pensar.

Me escrutó. Tenía los ojos brillantes y los labios apretados, al cabo de un rato se mordió el labio y los ojos se le secaron. 

―Me gustaría que me lo prometieras.

―Desde ahora me voy a comprar todos los calcetines iguales, ¿te parece bien?

―Ya.

Con nuestros cuerpos repantigados en el sofá nos limitamos a contar las horas que faltaban para que amaneciera antes de que tuvieramos que separarnos para siempre. 



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