Pinchazo

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—Tenías razón.

Gastón Fueres miró a su reciente amigo con cara de no saber a qué se refería.

—Con lo de Romina, tenías razón.

—Vale —dijo Gastón.

—Me cagaba. O sea, me encañaba. ¿Así se dice no? Es que como nunca me había pasado antes.

—Ajá.

—Y tú me lo dijiste y yo no te quise creer.

—Pasa.

—Pero yo la quería, facho, yo la quería. Es normal que uno confíe más en la persona que ha tenido al lado por más de tres años que a un desconocido.

—Bastante normal —estuvo de acuerdo Gastón.

—Ahora te creo, pero para lo que sirve, ¿eh? No pensé que haría tanto calor aquí —se abanicó el rostro—, pensé que era mentira.

—Pasa.

Gastón Fueres cogió un puñado de caramelos de la mesa de centro y miró alrededor: la recepción era lo más hogareña posible con sus tonos rojos suaves y los candelabros lanzando destellos; siútico, pensó Gastón la primera vez que puso un pie en la habitación, pero ya se había acostumbrado y de cierta manera lo encontraba hasta entrañable cuando salía a hacer trabajo de campo; ya casi nunca estaba, pero los de arriba lo habían querido así y no había nada que Gastón pudiera hacer.

Él era casi lo más bajo en la cadena jerárquica.

Miró al hombretón que, afligido, tenía la vista clavada en la puerta cerrada de enfrente. Deseó decirle que no hiciera eso, pero en vez de ofrecerle un consuelo vació, Gastón se echó algunos caramelos a la boca y los sobrantes se los ofreció al hombre que al final declinó conque Gastón se los zampó todos.

—La pistola se disparó sola —lloró el hombretón—. Si yo no quería, era una mala puta y yo lo habría superado con el tiempo, pero antes de que pudiera enterarme tenía la punta de la pistola en la boca y no había nada que pudiera hacer.

—Pasa —dijo Gastón, lo decía en serio.

—¿No puedes dejarme marchar?

—No.

—¿Cuándo va a salir la niña que entró hace un rato? Parecía muy chamuscada.

—No va a salir.

—¿Y yo?

—Depende.

—¿De qué?

Gastón Fueres lo observó con sus ojos hundidos y, de una perturbadora forma, infantiles. Cuando estaba vivo los niños del cole le sacaban la mierda porque parecía una niña, pero en este lugar servía, tenía un aspecto ambiguo que desconcertaba y también espantaba. Eran esos ojos justamente los que le habían granjeado la posición que ocupaba aunque siguiera siendo la más baja en la escala jerárquica. Ya encontraría la forma de ascender. No había oído que pasara, pero él sería el primero. 

Esos ojos eran su don más preciado; habían sido su condena y ahora que la vergüenza se le había ido, eran a su favor.

—En los viernes suele ser más misericordioso, me temo que elegiste un mal día para estirar la pata —se lamentó Gastón—. El peor día.

—¿Puedo volver después?

—No.

Gastón le tomó la mano al hombretón cuando la puerta chirrió abriéndose con una parsimonia que congelaba alientos, daba miedo, daba más que terror, un congelamiento profundo, un calcinamiento con el mismo hielo, un sopor con granizo y agua evaporada, aunque, claro, no a Gastón. 

Los dedos raquíticos del hombretón se pusieron sudorosos entre los suyos más helados.

—No duele mucho —dijo Gastón inclinándose—. Es casi como una vacuna.

—Ya ─dijo con la voz trémula el hombre.

—Un pinchazo y listo.

Negó y de su barbilla comenzó a gotear baba hasta el prístino suelo de marmol.

Gastón deseó retirar sus manos de las del hombre, pero no lo hizo.

—Un pinchazo y listo ─volvió a murmurar con una voz melodiosa, casi hipnótica.

—Vale ─asintió el hombretón. Y se levantó con las piernas temblorosas. Se volvió para ver a Gastón con los ojos llorosos, pero no derramó ni una gota. Todos acababan por resignarse.

—¿Cómo un pinchazo? —Musitó.

Gastón asintió.

—¿Uno muy pequeño?

—Muy pequeño

—Vale, adiós.

Gastón empujó la barbilla en despedida.

Cuando la puerta se cerró detrás del hombretón cogió un puñado de caramelos, se los guardó en el bolsillo y se echó a volar.


FotosintéticamenteWhere stories live. Discover now