Prólogo

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31 de octubre, 1993.
Estaba sola, en mi cuarto, con mis pensamientos, nunca antes me había sentido de esta manera. Era oficial, estaba enamorada. Y lo más estúpido de todo era que él ni siquiera me prestaba atención. ¿Era consciente de que él era un chico arrogante? Si, lo era. ¿Era consciente de que él nunca se fijaría en una chica como yo? Si, lo era. Ni siquiera tendría una oportunidad con él. El simplemente era perfecto. Tan guapo, tan fornido.
Pues si, mi mundo se estaba derrumbando por él, yo acababa de cumplir 17 años. Quien se fijaría en una chica del instituto, que recién había salido de la cuna. Él no. Nunca me vería como mujer, y lo sabía. Yo simplemente, con mi pelo castaño oscuro y mis ojos café, delgada y poco sociable, ni siquiera podría enfrentarme a él y decirle lo que siento, xq él solo se limitaría a pasar de mí. No era ingenua, sabía que esto era imposible, pero no podía evitar sentirlo.

Unos quejidos atraen mi atención. Yo estaba a oscuras en mi cuarto, sentada en mi cama, y sigilosamente me levanté y caminé hacia mi ventana, q se encontraba en la segunda planta de mi casa.

Quedé totalmente estupefacta, al notar como tres erguidas figuras, pateaban a lo que parecía un bulto en el suelo, probablemente una persona. Estaba oscuro, prácticamente no podía ver nada, pero podía oír los fuertes crujidos que hacían los huesos al romperse. El choque contra los músculos, cada vez más fuertes y más dolorosos. Acostumbrada a la oscuridad distinguí una cabellera. Era una chica. ¡Debía hacer algo! Corrí como alma que lleva el diablo, hacia mi cómoda, que se encontraba al lado de mi cama y marqué el número de la policía. Volví a mirar hacia la ventana, ya la chica no se oía, no gritaba, estaba inerte en el suelo.
Di rápidamente mi dirección e informé sobre lo que ocurría.
Pero justo en el momento en el que parpadeé habían desaparecido.

                      ***

Meses después...

Mi vida nunca volvió a ser como antes, lo que quedaba de la niña enamorada y aparentemente fuerte había quedado atrás. Todo me recordaba a aquella agresión. El estruendo de las sirenas de loa coches de Policía al parquear frente de mi casa. La camilla fúnebre que arrastraban los médicos. La bolsa negra que se había tragado aquel cuerpo demacrado y brutalmente asesinado. La última mirada gris, mortífera y carente de vida que tenía aquella joven desafortunada.  Todo me recordaba aquella brutal represión.

   Nunca comprendes el verdadero sentimiento del trauma hasta que justamente lo vives tú misma. Hasta que se cala en tus huesos y se adhiere a tu alma. Comprendes la verdadera opresión que sientes en el pecho cuando de un momento a otro sientes como si la siguiente víctima, algún día, serías tú. 

  Desde aquella noche ya no era la misma. Me había convertido en una muñeca rota y frágil,  miedosa y paranoica. En el Instituto sentía las miradas de aquellos buitres, como cuchillas afiladas que me atravesaban la nuca. Como si en realidad el fantasma de la Chica Asesinada danzara por los pasillos y caminara a mi lado. Como si el simple hecho de tener un cuadro psicológico en mi expediente  me convirtiera en una marginada de por vida. Y así precisamente me sentía.

  Ese verano mi madre decidió que el camino del alcohol le alejaría de los problemas. Que su pequeña niña rota y marginada desaparecería al igual que sus problemas.
   Y yo cada vez me sentía más sola y paranoica. El sólo salir de casa me provocaba náuseas, su presencia hacia mella en mi subconsciente y arrasaba todo a su paso. La Dra Martín no dejaba de explicarme que  aunque las autoridades no habían dado con la pandilla no tendría que preocuparme, pero no era así.  Ella no lo entendía.  Su mirada me perseguía en cada uno de mis sueños y mis pesadillas. Su violencia se adentraba en mi cuerpo y no podía dejar de pensar en que algún día sería la siguiente. Quizás era un aviso, quizás mi alma sabía que mi vida estaba a punto de terminarse. Y así como de rápido murió aquella chica, moriría yo...

MurderWhere stories live. Discover now