Capítulo 3

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Después de que todo acabó, giré a observar a Travis y él miraba hacia la chica. Hice lo mismo, pero apenas al hacerlo, mi corazón pronunció el sonido del maíz tierno cuando era incinerado. Mis ojos se dilataron de forma tonta, el sol se había mezclado al compás de las nubes en una puesta para el recuerdo.

«La belleza tiene rostro», pensé de inmediato; mi timidez no me daba el valor para decirlo en fonema. Aquella chica tenía un cabello precioso con bordes circulares en sus puntas, y un cuerpo de seda, bellísimo. También conservaba un vestido verdoso que parecía vivir de entre los árboles que latían y brillaban con intensa tranquilidad de lagos. Un ángel que existía en el mundo terrenal y estaba dispuesto a ayudar a los más aporreados. Su sintonía lograba sincronizarse en estado puro con la naturaleza, era deslumbrante para lo que alguna vez había observado en mi vida.

Cuando la veía, ella tomaba una granadilla que había quedado en el suelo: era la mía. Se había caído de mis manos al inicio de la línea. Pronto, nos vio, e incliné la mirada por cobarde. Al final no conseguí mirar sus ojos.

—No vuelvan por acá, les aseguro que sufrirán muchos abusos si siguen comiendo de estas cosas —mostró con un brazo elevado, la granadilla, sin ganas de querer devolverla—, aunque gracias por el regalo —sonrió dulce, lo supe al mirarla de reojo.

—No se preocupe señorita —dijo Travis—, no volveremos a cometer el mismo error dos veces.

Mientras él hablaba, había levantado mi cara para verla y ella volteó a observarme, cambié mi enfoque hacia otro lado haciéndome el desentendido. «Rayos, ¿por qué soy tan miedoso?», cuestionaba inútil al mismo tiempo que cerraba mis puños con impotencia, no había alguien más arruinador de oportunidades que yo.

Ella se marchó y nosotros también. Recogimos nuestras dos granadillas y las comimos en el camino de regreso. Nunca vi a una chica así y probablemente no la volvería a observar de nuevo... Qué triste era pensar eso.

Por eso siempre había sido de baja autoestima, me daba pena ver a alguien al rostro en mi mejor ocasión y el resto se traducía en mirar hacia los suelos. Nunca supe para qué servían mis ojos. Algún día tenía que conseguir el valor para ser capaz de describir el mundo a mi manera, de tener la confianza en que, a pesar de que no viera con seguridad; existía una versión de mí que contenía mi propia realidad, porque no usaba mis ojos para ver, no podía en realidad, aunque lo único que sí conseguía... era sentir con el alma. Y alguien —en algún momento— tenía que descubrir ese tesoro tan guardado en mi corazón.

(...)

Habían transcurrido tres semanas, mi madre se había marchado de viaje hacia el norte para reencontrarse con papá y, era la primera vez que depositaba tanto en mí.

Las llaves de la finca y los jóvenes girasoles que yacían en el patio, me los confió como un amo de casa que encuentra reposo en el buen jefe. Travis se había ido unos días antes y estaba muy solo, porque mis amigos eran escasos. Aunque tenía un vecino que vivía en el frente y era un gran consejero, además tenía mi edad. Solo era llamarlo para que saliéramos a vernos.

—¡Cornelio! —vociferé desde la ventana de mi cuarto. Él oiría con facilidad, dada a su condición de que escuchaba hasta el canto de un grillo que se agitaba por lo necesario. ¡Voy! —contestó, airoso.

Unos pocos minutos se dejaban, y ya él tocaba la puerta dos veces. Abrí de costumbre, impaciente de culminar con las dudas del corazón.

—Amigo del alma —me dijo oportuno—, ¿qué necesitas de este acorazado de mil batallas?

—Primero, saludémonos como niños normales.

Él se rio, y continuado lo invité a tomar galletas de rico apiñado con agua panela caliente. Cornelio, amaba con locura chupar panela y acompañarla con cualquier alimento que fuera agradable para sus papilas de campesino, decía él: «hermosa nuestra niñez que no tiene responsabilidad, hasta la mayoría de la edad», aunque de forma irónica trabajara incansablemente en los prados del gargantón fundido todos los fines de semana. El don del consejo, lo adquiría en abundancia por siempre toparse con viejos y mercaderes mequetrefes que, solo querían desahogarse con un niño escogido al azar; que fuera silencioso y de juiciosa matiz, eso también decía él.

—Muy sabroso esto —dijo complacido mientras saboreaba con denuedo la galleta, y sus rizos desordenados zarandeaban agolpaban el aire—. Tienes cara de preocupación. Bajé la mirada, caracterizado en el miedo hecho persona —de manera negativa—, que recitaba en mi cabeza como una hilera de paja que se elevaba ante el pesado tractor que le conducía.

—¿Es sobre el amor? —reiteró ante mi silencio.

Moví los labios hacia un lado al mismo son de mis ojos, respiré con la dificultad que tenía un montañero al subir el Mont Blanc. Cornelio, poseía la habilidad de descubrir cualquier cosa que él quisiera, conmigo —por ejemplo— salía a la perfección.

—Debe ser eso, despreocúpate; a todos nos llega alguien que demuestra cariño verdadero y es perdurable por siempre.

—Ojalá sea eso —le dije turbio—. Hay más.

—Ya entiendo —respondió con sonrisa y una risa soplada—. ¿Crees que tu timidez te va a dejar sin pareja? No conocía tus capacidades para la miseria infinita de espíritu.

—¡No! ¡Claro que no! Pero... —interrumpió sin aviso.

—Nadie llega del cielo para amarte precisamente, pero si puede venir alguien que enfrente contigo sus sueños, que pise los suelos para caminar a tu lado y demuestre sus razones para quererte.

Volví a ocultar mi vista y retrocedí un poco, me abrumaban tanto cuando hablaban del amor, más estando tan lejos de él.

—Claude.

Le observé a los ojos con una pizca de decisión. El físico de Cornelio era similar a un bohemio desperdigado de las calles, sus rizos sudados y sonrisa de vaquero me inspiraban una extraña confianza. El volvió a sonreír, como si fuera un abuelo que estimulaba a su descendencia, y eso, que contenía una niñez parecida a la mía. Hasta inclusive decían que era mayor que él por mis largas patillas.

—El amor vendrá a ti y será admirable. Lo será tanto... que no vas a poder magnificarlo en palabras.

No se me ocurría ni venía nadie a mi imagen. Por ejemplo, las vecinas —todas—, estaban comprometidas, algunas con hijos de hasta tres años y la única chica que me interesaba —aunque no lo supiera ella ni mi corazón—, había viajado a una de las islas del Caribe para comenzar una vida paradisiaca.

Cornelio había vuelto a su hogar después de que pensara la "gran lista", que corrió mucho en el tiempo. Hallaba mis sentimientos en el aire, a veces ni medía cuántos minutos y energías había gastado, costaba demasiado encontrar respuesta a todo. Asimismo, mi corazón se indisponía con facilidad. Era muy joven, era cierto, pero no podía evitar la tristeza de no sentir nada tan fuerte y pasional como vivían los demás.

Sin nadie en casa, salí insípido a caminar un rato. Quería abandonarme de los pensamientos irrisorios y detestables que latían desde las soledades del anchuroso cerro. Porque encajaba en la lista de los nulos de Rumpler, aunque para las ancianas chismosas del pueblo, poco les interesaría anotar en marcaje de lino un alias con mi nombre.

Cuando seguí en mi andada, fijé los ojos en un aviso de llegada que se encontraba en los límites: Bienvenidos a Rumpler, a siete kilómetros encuentra a Sonora, y a trece llegará a la línea de Crocker, en quince estarán los Olivos.

—Los Olivos... —dije en vaciedad. No era descabellado irme derecho a ver si el tiempo me clausuraba una buena visita a los Robledos de Herminda. Tal vez sería mi día de buena suerte, el sol otorgaba un abrigo sombrío que era transpuesto por nubes en cantidad, sin embargo, le tenía fe a un cambio de estación.

Solo hasta que te vi (disponible en físico y ebook)Where stories live. Discover now