Capítulo 37

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Por la mañana me despierto en el sillón, junto a un fuego que ya se ha extinguido. Apenas ha amanecido y el cielo aún es de un azul muy pálido. Normalmente, cuando me despierto tan temprano, me asomo al canal y apenas se escucha nada. Pero aquí la vida ha empezado hace ya tiempo, y la calle que hay delante de la casa de Gonzo y su familia está repleta de comerciantes, de carros llenos de mercancía y de transeúntes que se preparan para ir a trabajar. La vida parece muy ocupada desde este lado de la ventana. Luego vuelvo a la terrible realidad, y con el estómago revuelto por el miedo, como cuando has vomitado tanto que te sientes extenuada, que solo puedes arrastrarte hasta tú cama, me levanto y paseo de un lado a otro de la habitación.

Apenas he dormido unas horas, y cada vez que cerraba los ojos solo podía ver a mi hermano en una celda. A mi hermano de camino al bosque. Dentro de un carro con barrotes en la ventana. A mi hermano con una soga al cuello. Cuando retiraban el taburete en el que estaba subido, me levantaba de repente con el corazón latiéndome con mucha fuerza. Y cuando me convencía de que solo había sido un sueño y conseguía volver a dormirme, todo empezaba de nuevo.

Pero ahora que las horas han pasado y el trauma se ha asentado pienso con más claridad. Pienso en el plan de Gonzo y la desesperación me dice que es la mejor oportunidad que tenemos. Lo es. No me importa lo que le deparará a Luca después. No me importa que tenga que marcharse, huir, fugarse y esconderse en alguna de las tantas casas de mi tía Licia. No me importa que tenga que abandonar Venecia, ni me importa no volver a verlo nunca más. Porque al menos estará vivo. Y si él está vivo, yo lo estaré también. Pero por supuesto que el plan conlleva riesgos. No solo para Luca. ¿Qué pasa con Gonzo? ¿Qué pasa con todas esas personas que consiga reunir, esas personas que aprecian a mí hermano tanto como lo aprecia él? ¿Y si los disparan? ¿Y si alguno de ellos muere? ¿Y si Gonzo muere?

Subo las escaleras, despacio, pero en su dormitorio solo está la figura de Marisa durmiendo de cara a la ventana. No ha vuelto. Cuando regreso al piso de abajo me toqueteo las manos y miro por la ventana con la esperanza de verle aparecer. De que hablemos. De que intentemos buscar otra solución. Una en la que nadie pueda resultar herido. Al final salgo, y caminando bajo las primeras luces del día, me armo de valor y me dirijo hacia casa del cardenal. Una última vez. Lo intentaré una última vez. ¿Qué puedo perder? Nada por intentarlo. Todo, si no funciona.

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Aquel chiquillo al que mi madre y yo vimos maltratar por parte del cardenal es quien me abre la puerta.

—Ha salido muy temprano, lo siento.

—Espere, no cierre. ¿Sabe a dónde ha ido?

—Me temo que no. Pero le diré que ha estado aquí cuando vuelva.

Regreso entonces a la penitenciaria, que de día tiene un aspecto mucho más lúgubre y abandonado que de noche. En el escritorio de la entrada hay ahora otro guardia distinto, más delgado, con los párpados caídos y una pequeña cicatriz que le recorre la mejilla. Me acompaña hasta el despacho del cardenal, pero tampoco está ahí.

—¿Sabe dónde está?

Niega con la cabeza.

—Vino hace un rato, pero volvió a marcharse.

En ese instante otro guardia le pide ayuda con un par de presos que se están peleando. No me pregunta si sabré salir sola. Dice:

—Supongo que conoce el camino.

Y se marcha a toda prisa, sacando su porra y dejándome allí. Me asomo al pasillo, y cuando desaparece doblando la esquina, regreso al despacho y rebusco entre sus cosas. En sus papeles y en sus cajones hasta que doy con una carpeta. Tiene el símbolo de la iglesia en la portada y está llena de perdones eclesiásticos. Cojo una de las que aún no están completas. Me siento en la silla. Escribo el nombre de mi hermano sin pararme un solo instante a meditar si esto está bien. Solo quiero salvar a mi hermano. Solo quiero salvar a Gonzo. Igual que solo quería salvar a Loa. Quizá, simplemente, no pueda salvar a todos. Pero puedo intentarlo y es lo que haré. Así que bajo, hasta el final de la hoja, pero cuando me planteo falsificar su firma me doy cuenta de que es una idea impracticable. La firma del cardenal es un batiburrillo de líneas y letras que, aunque intentara copiar, jamás quedaría auténtica. Al final la doblo, así, a medio rellenar, faltando lo más importante, lo imprescindible, y la guardo bajo mi capa. Sigo buscando entre las hojas, sin poder evitar que algunos papeles caigan por el suelo y algunos cajones se queden abiertos, hasta que doy con algo que me resulta familiar. Es la carta que ayer trajo ese guardia que interrumpió su vejación contra mí. Está abierta y visiblemente manoseada.

SiennaWhere stories live. Discover now