Capítulo 2

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Cuando el reloj marca el mediodía mi hermano todavía no ha regresado, así que con los restos de la comida aún sobre la mesa, mi madre se limpia tímidamente con la servilleta y hace llamar a Gonzo, guarda de la residencia de la familia desde hace más de veinte años y persona de plena confianza para los Fanucci. En voz baja, casi como un secreto, le pide que salga a buscarlo. Él obedece, asintiendo con mucha convicción, como si realmente pensara que es posible encontrar a alguien que no quiere ser encontrado... Aun así, Gonzo sale del comedor dando amplias zancadas y delegando sus tareas a otros miembros del servicio.

—Estará bien – digo.

Pero ni Lucrecia ni mi madre apoyan mis palabras. La primera se entretiene mordisqueándose las uñas, y la segunda rebañando el vino que queda en el fondo de su copa.

Cuando Luca vuelva, nuestra madre y él se enzarzarán en una terrible pelea que terminará con ella apuñalando la tierra y con Luca descansando durante diez o quince horas seguidas. Después se despertará, devorará cualquier provisión de dulces que Donata guarde en las alacenas de la cocina (ella intenta esconderlas, pero mi hermano es como un cerdo trufero, siempre termina encontrándolos), y cuando se sienta totalmente recuperado volverá a salir de madrugada, a hurtadillas, durante toda la noche, para dios sabe cuándo volver a aparecer.

Cuando mi madre decide retirarse y Lucrecia va a la biblioteca junto a su institutriz para sus clases, yo pido que preparen una góndola.

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El remo se hunde en el canal y yo me recuesto sobre el asiento y cierro los ojos, sintiendo el sol de media tarde sobre mi piel. Es tan agradable escuchar el murmullo del agua, mezclado con el frenesí de la gente que viene y va... Los relinchos de los caballos, las ruedas de los carruajes. Así, en esta posición, por la duración de la sombra perceptible sobre mis párpados y el eco que produce el sonido sobre su piedra adivino bajo que puente pasamos y que canal atravesamos. Conozco Venecia. Se graba en la piel.

Cuando llegamos al mercado de Santa María de Frari, ubicado en la plaza que hay a los pies de la Basílica del mismo nombre, Enzo, el hijo de Gonzo, me ayuda a salir.

—No me esperes.

—Disfrute del paseo, señorita.

E impulsándose sobre el canal, se separa de la orilla, pasa por debajo del puente que une la plaza con el callejón de San Cassiano, y desaparece entre las casas y sus balcones llenos de flores.

En el mercado ya apenas queda género. La gran mayoría se vende por la mañana, en el frenesí de un mar de gente que viene y va agitando sus bolsitas llenas de monedas. A los más perezosos que no le gusta madrugar un miércoles a la semana no les queda otra que comprar la mercancía más toqueteada, en peor estado, y sobre todo, más cara. Lo que sobra, lo que nadie quiere, se lanza al canal o se abandona allí mismo, para los perros callejeros y los vagabundos.

En el momento en el que doblo la esquina de la basílica, Santa María de Frari hace tocar sus campanas durante un minuto entero. Un par de palomas alzan el vuelo desde el campanario y se trasladan a un tejado cercano. Sé bien a dónde me dirijo. Cuando abandono la calle, giro hacia el interior de un oscuro y estrechísimo callejón, y después vuelvo de nuevo a salir a la calle Olivi, una avenida grande y siempre muy transitada. Las jóvenes que pasean acompañadas de sus prometidos y las madres que llevan a sus hijas a elegir tela para sus vestidos de carnaval, me ven y hacen un ligero movimiento de cabeza.

—Buonasera, Sienna.

—Buonasera, señora Sagese.

Algunas, sobre todo las más ancianas, no deparan en que camino aprisa y me toman del brazo para detenerme y charlar durante unos minutos.

SiennaWhere stories live. Discover now