Capítulo 13

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Me asomo por la ventanilla del carruaje.

—¡Gonzo! ¡Más cuidado!

—¡Perdóneme, señorita!

Cuando vuelvo al interior del pequeño y sofocante habitáculo, me coloco los pendientes y mi madre me mira con desaprobación.

—Es como si estuviéramos dentro de un huevo cocido.

Luca le arrebata el abanico a mi hermana y se revuelve en su asiento, buscando un poco de espacio donde no puede haberlo. Aparta las cortinas, intentando que se recicle el aire del interior, y luego se abanica con rabia.

—¿Por qué no compramos otro carruaje, madre? ¿No ves que este se lo están comiendo las termitas?

—¿Cuánto queda?

—Ni siquiera merece la pena tenerlo en las caballerizas. Casi no vamos al campo. Utilicémoslo como leña para el invierno.

—¿Queda mucho?

—Ya te he dicho que estamos a punto de llegar, Lucrecia.

Mi hermana parece a punto de vomitar. Se marea en los carruajes, igual que en las góndolas. También a caballo. Ella quería ir delante, con Gonzo, porque a esa altura y con la brisa se siente mejor, pero mi madre se ha negado en rotundo a que apareciera en la fiesta sentada junto al servicio, por mucho que esta amenazara con vomitarle en los zapatos.

Le pasa un pañuelo, para que se limpie el sudor enfermizo que le resbala por la frente. Lucrecia mantiene la vista en un punto fijo, con la piel de la cara amarillenta y los dedos engarrotados aferrando la falda de su vestido. Tardará mucho tiempo en recuperarse. Llegaremos a la fiesta, se sentará, y al menos pasarán un par de horas hasta que pueda ponerse en pie y disfrutar con sus amigas del campo y del lago. Y todo porque mi madre no quiere dejarla sentarse junto al servicio.

Las quejas continúan durante todo el camino. Que si hace mucho calor, que si está muy lejos, que si podríamos haber venido a caballo. Es como una canción desentonada. Pero es que hace calor, el carruaje es incómodo, y estamos tardando mucho en llegar. Pero mi madre hace oídos sordos. Suspira, sonríe, y se alisa el vestido.

—Que maravilloso día vamos a pasar.

Lleva diciendo eso una semana. Cuando Donata la dice que han llegado los vestidos para la comúnmente llamada «fiesta del campo», ella suspira y dice: « ¡Qué buen día vamos a pasar, Donata!». Cuando comemos dos días después y Luca al fin confirma su asistencia (de la que probablemente ya se esté arrepintiendo), mi madre da una palmada y exclama: «¡Maravilloso! ¡Qué buen día vamos a pasar!». Casi me resulta insultante la alegría que desprende desde que acepté que me casaría antes de que terminara la temporada. No lo deseo. No quiero casarme. Es solo la reacción inevitable a su coacción, y aun así ella es feliz. Aunque yo sea infeliz. «¿Sabes cómo ser feliz? Encontrando un buen marido. Casándote. Formando una familia. Manteniéndote ocupada con la casa y las tareas diarias...»

Mi madre se ha encargado de hacer correr el rumor de que estoy completamente dispuesta a que me pretendan. Y no sé si es que la familia Fanucci está mucho mejor valorada de lo que yo hubiera pensado, o no sé si es que después de ese rumor desmentido por la señora Lo Duca ahora me ven como una presa fácil. Un animal herido. Pero en lo que va de semana, al menos diez muchachos han venido a casa para traerme flores y charlar. Un par de viudos que buscan una madrastra joven y llena de vida para aguantar a sus hijos, y Vio Duccio, un anciano ricachón que ha matado de repugnancia a sus últimas cinco esposas. De pie, en el salón de casa, me rodeó y estudió apoyado en su bastón, musitando leves «hmm» de vez en cuando. Le preguntó a mi madre mi edad, si había tenido alguna enfermedad grave, y cuando menstrué por primera vez.

SiennaWhere stories live. Discover now